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viernes, 17 de septiembre de 2010

El estigma de ser joven


Históricamente la juventud, y no solo en México sino incluso en países desarrollados, ha sido menospreciada y acusada de todo menos de ser productiva.

Ser joven ha sido sinónimo de rebelde, agitador y agresor de las buenas costumbres y de la moral. Hoy, ser joven no está lejos de ser sinónimo de perversión, alcohol, sexo y drogas; ellos son los principales consumidores de los peores vicios de la humanidad.

En México, no ha sido diferente, a pesar de que las cosas han cambiado paulatinamente; ser joven aún implica de alguna manera todo lo malo que puede concentrar la sociedad. La juventud necesita ser adulta para tener cabal aceptación social.

—Los jóvenes no saben lo que hacen; necesitan mano rígida para no salirse del huacal y ser hombres de bien. Nada hacen como se debe.

¿Que la música infernal del rock? Los jóvenes.

¿Qué la droga? Los jóvenes.

Basta ver una película mexicana de la primera mitad del siglo pasado para conocer el prototipo de lo que debían ser. Los jóvenes insertos en la burguesía de esa época no se veían muy diferentes a los adultos; se vestían como ellos y hablaban como ellos, porque era indispensable convertirse en adulto lo más pronto posible, y ganar derechos que no tenían.

Pero había otros cuyos pecados de juventud eran más atrevidos: bailaban chachachá, mambo o, posteriormente, rocanrol. La rebeldía crecía poco a poco y estaba yendo más allá de lo que la sociedad podía tolerar. Son unos “rebeldes sin causa”; no tienen oficio ni beneficio y ninguna razón de ello. La sociedad les brinda todo y son ellos quienes lo rechazan.

—Ya se les pasará —decían condescendientes unos.

—La juventud es un mal que se cura con los años —decían otros.

Pero nada se les perdona.

Y así llegan los años sesenta y la juventud cansada del autoritarismo y de la injusticia se rebela en la fábrica, en la ciudad, en el campo y en la escuela. Se protesta contra el racismo y la desigualdad; también se protesta contra la guerra de Vietnam y la represión estudiantil en todo el mundo, lo mismo en México que en París o en Praga.

¿Recuerdan Canoa? Septiembre de 1968. El fanatismo religioso llevado a su más amplia expresión orilla a la muchedumbre de un pueblo a linchar a unos excursionistas, sólo por ser jóvenes y trabajadores universitarios. ¿Eres estudiante? Entonces eres comunista y vienes a violar a nuestras mujeres y a matar a nuestros niños; mejor te matamos nosotros.

Son los años setenta y surgen otro tipo de expresiones de la inconformidad juvenil: el movimiento hippie, la liberación femenina y las luchas por un mundo mejor, sin guerras ni violencia. El trasfondo sigue siendo el mismo.

—¡Comunistas! —les gritan a algunos

—¡Vagos, malvivientes! —les dicen a otros.

Pero los jóvenes se multiplican y en aras del rating Raúl Velasco tiene que darles cabida en Siempre en domingo. México se convierte en un país de jóvenes y es necesario que sigan por el camino del bien. No necesitamos estereotipos extranjeros ajenos a nuestra cultura. Sigamos mejor los buenos ejemplos que ofrece la pantalla chica.

Pasan los años y con más urgencia ellos quieren y necesitan trabajo y educación, cosa que los adultos no les ofrecemos. Ahora ya ni siquiera podemos decirles ¡váyanse a trabajar; güevones, buenos para nada! ¿Cuál es nuestra autoridad moral? ¿Adónde queremos que vayan? ¿Acaso les hemos heredado algo mejor de lo que nos podamos sentir orgullosos? Por supuesto que no. Hoy sólo tienen a la mano desempleo, inseguridad y corrupción.


Ahora, luego de cansarnos de etiquetarlos de diversas maneras, brota una clasificación más: son los ni ni: ni estudian, ni trabajan.

Cuando el rector de la UNAM alertaba sobre el hecho de que más de siete millones de jóvenes en México no estudiaban ni trabajaban, ni tardas ni perezosas las secretarías de Gobernación y de Educación Pública salieron al paso para negar esto y afirmar que en el país sólo 285 mil jóvenes están en esa condición; después, ante lo evidente, terminaron por reconocer la verdad.

Los muchachos de hoy ya no pueden cursar una carrera o encontrar un trabajo mínimamente redituable que les permita satisfacer sus necesidades básicas por lo que la oferta engañosa de empleos, claramente detectable en los diarios, solo sirve para incrementar su desencanto. Y no se diga de la educación: surgen escuelas “patito” que atraen al adolescente sin opciones, con la promesa de carreras fáciles y de prometedora aceptación en el mercado laboral. Mentira tras mentira.

Pero la falta de oportunidades no es lo único grave. Va acompañada ineludiblemente de la paulatina pérdida de valores, la cual los ciega y orienta hacia la acción del menor esfuerzo, por lo que se convierten irreflexivamente en carne de cañón de la delincuencia, quien los seduce y convence con la promesa del dinero fácil e inmediato. Hombres y mujeres, nadie se salva; narcotráfico, robo, secuestro y prostitución. Todo un coctel del que difícilmente se pueden librar. Así celebramos el bicentenario de nuestra independencia y el centenario de la revolución. ¡Viva México!

La pluma y el plumero




Los medios de comunicación han hecho su costumbre meterse hasta la cocina en lo que concierne a la vida privada de las figuras públicas. De esta manera, numerosas veces he visto cómo los hombres de letras afamados son entrevistados en sus estudios llenos de libros y con una preciosa vista a un no menos precioso jardín.

—Mi rutina consiste —dicen algunos— en levantarme a las seis de la mañana, hacer una breve caminata, tomar un desayuno ligero y dedicarme a escribir hasta las dos de la tarde cuando me llaman a comer.

Variantes más, variantes menos, esto es lo que siempre ocurre al respecto. Nunca, por el contrario, los escucho decir que los sábados o determinados días los ocupan en hacer limpieza. Pienso que esto no ocurre porque no es necesario, toda vez que no falta empleada doméstica que pueda hacerlo, para que el maestro se dedique completamente a su fecunda tarea. Así, su estudio siempre está impecable; quizás pudiera tener algunas dudas respecto a la pulcritud del de Carlos Monsiváis (¡salve, maestro, descansa en paz!), quien siempre estuvo rodeado de gatos poco preocupados por la higiene.

Otro es el caso de los mortales más aterrizados en el esfuerzo de la sobrevivencia, cuyo espíritu creador requiere necesariamente el respaldo de un empleo; en lugar de levantarse a la seis para hacer una breve caminata y tomar un ligero desayuno, suficiente para comenzar a escribir, se tienen que levantar de igual forma a las seis de la mañana, pero para partir a la oficina, y salir después de las nueve de la noche, para llegar a su casa con la esperanza de dar rienda suelta a su vena creadora. Pero no, al llegar al santo hogar la comprensiva mujer tiene otra propuesta mejor: “ven a ver la telenovela, mi amor, para que descanses un poquito”.

Así llega el fin de semana y cuando todo está planeado para tomar la pluma y el papel, en compañía de una rica taza de café, alguien dice: “¿y cuándo vas a limpiar ese cochinero de papel que tienes?”. Su propuesta es sencilla, cambiar la pluma por el plumero.

Bueno, en mi caso la disciplina hogareña no se da, y mucho menos el hábito de la limpieza; necesariamente debo ser arreado. Pero no obstante que siempre digo que sí, no digo cuando.

Y resulta que un inesperado día, la hija, la sobrina o la hermana inician dicha labor tocando las fibras más sensibles de mi amor propio, hasta no dejarme otra salida que la de asumir personalmente semejante trabajito.

—Deja a un lado tus sentimentalismos, ya limpié aquí, pero tira todos esos periódicos viejos que tienes encima del archivero, ni modo de que los leas —me ordenan de plano, como si de antemano se dieran cuenta que mis perversas intenciones son las de no tirar nada.

Aquí llegamos al punto nodal de mi reflexión. ¿El aseo de este tipo de cosas es un mero acto mecánico? o más que eso, debe ser un ejercicio de recuperación de la conciencia de si mismo, que no puede llevarse a cabo sin poner el corazón por delante.

No me sorprendería que si acudiera con mis amigos psicólogos para que descifraran la razón de mi conducta, dirían que en mi caso el aseo se asemeja a limpiar el alma y develar con el plumero mis sentimientos y frustraciones, algo que todos los seres humanos rechazamos porque terminamos por descobijarnos ante nosotros mismos y descubrir quiénes somos en realidad.

No lo sé, pero no importa, porque finalmente trato de ceder, por el bien de la sana convivencia. Comienzo a sacudir aquí y allá, y cuando menos lo pienso, reencuentro un libro, un escrito o un artículo periodístico que como por arte de magia, recuperan vigencia. Y debido precisamente a estos pequeños hallazgos, lo que podría ocuparme tres horas, me lleva la semana entera, mínimo.

Paulatinamente me topo con el verdadero placer de revisar libros, periódicos y revistas, y afectivamente limpiarlos y rehabilitarlos, prometiéndome utilizarlos o releerlos próximamente; así, la labor se extiende día tras día, topándome constantemente con agradables sorpresas, como una vieja nota o una fotografía recuerdo de tiempos idos.

Concluyo y al final no me queda otra que agradecer a mis amas por inducirme a tal aventura. He recuperado viejos amigos de papel, los ánimos se restablecen y los proyectos perdidos readquieren actualidad. Además, he satisfecho el requerimiento familiar y sorprendentemente he descubierto que gané un espacio para nuevos periódicos y libros, hasta que se hagan viejos y acunen polvo y tiempo.

¿Nuestros íconos de la literatura se dan alguna vez este placer? Si alguno de ustedes lo sabe, ilústreme, por favor.

martes, 3 de agosto de 2010

Sueños




No se que prefieran ustedes: una noche de insomnio o una noche de pesadillas. En mi caso las horas en vela son insoportables, pero sin dudarlo puedo afirmar que nada se compara con los terribles sueños que tengo. Supongo que nunca se los he platicado, pero el chiste es que desde hace años, por razones que no puedo explicar, he padecido atormentadas noches, sólo interrumpidas en contadas ocasiones.

Haberme acostumbrado a ello no representa consuelo alguno; por el contrario, lo tormentoso del caso es que esto ya me ocurre también de día. Sí. Ahora, después de horas de vigilia trato de aprovechar cualquier momento para cerrar los ojos y dejarme llevar por esa dulce sensación de abandono. Sin embargo, apenas lo hago y de inmediato acuden a mi mente angustiosos pensamientos, a manera de pequeñas pesadillas.

Los psicólogos probablemente dirán que esto ocurre como una proyección del subconsciente (habrá que consultar a Lalo o a Regina, que de esto saben un rato). El hecho es que de una u otra forma las cosas no han cambiado.

Un ejemplo claro ha sido la noche de ayer, cuando después de varias horas de insomnio, comencé a dormir plácidamente, hasta que de pronto comencé a sufrir intolerables pesadillas. Como cosa de broma, en esta ocasión no sólo fue una, sino tres. Si tienen tiempo lean lo que soñé:

Pesadilla 1. Estoy durmiendo (en el mismo sueño) y de pronto me viene un miedo terrible al diablo, a quien solo atino a insultar: ¡pinche diablo! ¡Como una chingada, qué quieres! ¡Por favor, lárgate!

A continuación mi miedo se redobla y los dedos de mis manos me sorprenden haciendo la señal de la cruz debajo de las sábanas. Mi desesperación crece cuando descubro que ante la imperiosa necesidad de rezar un Padre Nuestro, ¡lo he olvidado! y sólo llego al vénganos a tu reino. El miedo se transforma en terror y la noche se vuelve desesperadamente larga, en espera de que el día muestre sus primeras luces.

Pesadilla 2. No se donde estoy parado, cuando de pronto me agobia un hambre atroz. La sensación se incrementa poco a poco hasta que ya no la aguanto. A continuación me veo de pronto en una cafetería escolar anhelando unos exquisitos chilaquiles.

Me acerco al mostrador y en una charola abandonada descubro varios bolillos y sin pensarlo más, tomo uno. Le hago un pequeño hoyo y comienzo a desmigajonarlo mientras espero que el empleado me atienda.

La espera crece al igual que mi impostergable apetito; más aún, se vuelve angustiosa cuando observo una sartén grande, cochambrosa, que tiene olvidados los restos fríos de lo que para mi mente sólo son unos deliciosos huevos con frijolitos, bañados en salsa.

Insisto ante el indiferente dependiente reclamando su atención, pero la respuesta es inversamente proporcional a mi angustia. Finalmente acaba mi paciencia y en un descuido del empleado, con un movimiento rapidísimo relleno mi bolillo con los restos de la sartén y salgo apresuradamente del local. Todavía de paso veo una máquina despachadora de refresco y sin pensarlo más me quito el zapato derecho y lo lleno de limonada.

Huyo del lugar y sólo me detengo al asegurarme que nadie me sigue y que estoy en un sitio convenientemente seguro. Encuentro una banca de concreto en el camellón de una gran avenida y allí disfruto como nunca mi delicioso banquete. Al terminar, me recuesto en la misma banca, cierro los ojos y duermo como un bebé.

Pesadilla 3. Voy caminando hacia ninguna parte cuando de la nada aparece un muchachillo:

— ¡Señor, señor! ¡Sí es cierto!
— Qué cosa —respondo.
— ¡Tiene hormigas!
— Quién.
— ¡Ella, Elia!

Sin saber de qué se trata, hago una pausa en mi interrogatorio para tratar de entender de qué chingaos me está hablando el chamaco, y de paso tratar de recordar si conozco a alguien con ese nombre.

No. En absoluto. No se de qué habla, ni de quién. Pese a ello, camino al paso del muchacho, que sin agregar palabra alguna ha comenzado a andar apresuradamente. Luego de poco menos de medio kilómetro, lo veo entrar a una vecindad. A un lado de la desvencijada puerta se ve un letrero que dice:

LIMPIAS. SE HACEN TRABAJOS
100% GARANTIZADOS

Atravieso el umbral y al fondo el chiquillo se pierde atrás de una puerta que seguramente hace años fue blanca. Me asomo y camino entre sombras, hasta llegar a un pequeño patio lleno de descuidadas plantas, sembradas en oxidados botes de pintura. En el centro veo a una jovencita sentada en un maltratado sillón mitad de dentista y mitad de peluquero. Está como ida y sus ojos en blanco. Atrás de ella se ve a una señora medio fodonga, con tubos a medio desprender en la cabeza; como atuendo tiene una mugrosa bata de doctor (o tablajero, que para el caso es lo mismo) que oculta a un babero igual de sucio.

La doctora fustiga a la chica con algunas yerbas que con intervalos moja en un verdusco y apestoso líquido. Invoca a vírgenes y santos, y promete la preservación por siempre de la castidad de la niña, a cambio de que el demonio deje de mandar a sus diabólicos ejércitos a atormentar a la paciente.

A prudente distancia observo el rito y confirmo lo ajeno que soy al caso. Sin embargo, mi curiosidad es mayor y me mantengo atento a lo que sucede.

Luego de un rato de emitir ininteligibles palabras y de revolverse como epiléptica, la santera despoja a la sudorosa chica de su blusa, dejándole sólo un pequeño corpiño. Me acerco discretamente y miro sorprendido cómo a través de los oídos surge de la cabeza de la niña una espeluznante e interminable fila de hormigas, ordenadas como un ejército; descienden lentamente, al llegar al cuello se dividen en dos, se meten en la ropa de la chica y recorren su cuerpo hasta salir por la parte baja del pantalón.

A continuación, esta última se agita desesperadamente y empieza a aullar, y sólo después de un rato, comienza a recuperar la calma. La señora, mientras tanto, no deja de escupirle buches de la sustancia verdosa, hasta derrumbarse exhausta en una silla y caer en un fingido trance.

Pasan unos instantes y ambas se recuperan paulatinamente. La doña se levanta lentamente y se dirige a la mamá de la interfecta:

— Son cincuenta pesos de la consulta y otros cincuenta por los medicamentos. Y ahí de propina lo que usted guste.

Voltea a verme y dice:

— ¿Vio lo que pasó? Como le digo, los jóvenes de ahora como no tienen que hacer, solo son felices si traen la cabeza llena de hormigas.

Madre e hija se ponen de pie y abandonan el consultorio con un peso menos (también con unos pesos menos). Yo camino atrás de ellas y a punto de salir, veo al suelo y alcanzo a mirar a miles de hormigas que ordenadamente entran en un pequeño frasco; al hacerlo la última, el recipiente es tapado por la doctora, quien lo mete en una bolsa de su bata, me mira disimuladamente y me guiña coquetamente un ojo a manera de complicidad. Es la despedida.

Todo pasa en los sueños.

viernes, 23 de julio de 2010

La lección del pollito

Anécdota alemana
Sucedió una vez que un pollito estaba sentado en el gallinero, sin una sola preocupación en el mundo. Entonces apareció un hombre de repente, el pollito se asustó y huyó. Cuando volvió, el hombre se había ido, pero había un poco de maíz delante del gallinero. El pollito empezó a pensar, a darle vueltas. Una curiosidad científica llegó a su mente. ¿De dónde había venido este maíz?



Luego al día siguiente, el hombre apareció de nuevo. El pollito huyó otra vez; volvió, el hombre se había ido, pero otra vez había maíz. Ciertamente había alguna relación entre el hombre y el maíz. Pero era demasiado pronto para que un pensador científico llegase a una conclusión. No quiso comprometerse a una teoría tan pronto, con tanta precipitación. Así que esperó, el pollito debía ser realmente un científico. Esperó y esperó y todos los días sucedió lo mismo.

Entonces, poco a poco se materializó en su pequeña mente la teoría de que había una relación de causa y efecto: siempre que aparecía el hombre, aparecía el maíz. Observó novecientas noventa y nueve veces. Ahora era absolutamente seguro -había una relación de causa y efecto. Cuando aparecía el hombre aparecía el maíz. El hombre era la causa, el maíz era el efecto.

Novecientas noventa y nueve veces era suficiente. El pollito concluyó que había una relación necesaria. Había experimentado, mirado, observado lo suficiente, ahora podía decir que esto sucedió sin excepción. Así que debía ser una ley. Se sintió muy feliz y esperó al hombre. Este apareció por milésima vez. El pollo se acercó al hombre para agradecerle su amabilidad y este le retorció el pescuezo.

Sharbat Gula


Con información de National Geographic

En una mañana de 1984, el fotógrafo Steve McCurry la vio por primera vez dentro de la tienda que servía como escuela en un campo de refugiados afganos. No obstante su timidez, ella aceptó que la fotografiara. Ese retrato apareció en la portada de National Geographic en junio de 1985. Muestra a una muchacha de ojos verdes, los cuales, según el autor de la foto, “son los ojos de una tierra asolada por la guerra”. Durante dos décadas nadie supo su nombre; solo era “la muchacha afgana”.

En enero de 2002 McCurry viajó a Pakistán en su busca. Cerca de Peshawar, mostró su retrato y un maestro de escuela dijo que la conocía, pero al encontrar a la mujer señalada se supo que no se trataba de ella.

Un hombre a cuyos oídos había llegado la noticia de la búsqueda, contó que de niño el había vivido en el mismo campo de refugiados y que ella ahora habitaba en las montañas, cerca de Tora Tora. Él podía ir a buscarla y hacerla venir.

Pasaron tres días, luego de los cuales, al verla entrar en la habitación donde la esperaba, dos palabras cruzaron por la mente de McCurry: “es ella”. Cito textualmente lo que dice el reportaje:

Todos los nombres poseen una fuerza; así, pues, hay que detenerse en el de ella. Se llama Sharbat Gula, y pertenece a la tribu de los pashtos, la más belicosa de las tribus afganas, de quien se dice que sólo están en paz cuando están en guerra. Sus ojos siguen teniendo un feroz ardor; su edad es de 28, quizás 29, tal vez 30 años; nadie, ni ella, lo sabe. En un lugar donde no hay registros escritos, el paso de las vidas se pierde como la arena en el desierto.

El tiempo y la calamidad han borrado su juventud. Su piel tiene el aspecto del cuero curtido; la geometría de su mentón se ha suavizado; pero sus ojos siguen brillando, eso no ha cambiado. “Su vida ha sido difícil –dice McCurry
, como la de tanta gente en estos lares”.

Tenía alrededor de seis años cuando las bombas soviéticas mataron a sus padres; en medio de la destrucción, según su hermano, Kashar Khan, “abandonamos Afganistán a causa de la guerra. No tuvimos otra opción”. Con la tutela de su abuela, Kashar y sus cuatro hermanas se dirigieron a pie a Pakistán. “Durante una semana atravesaron las montañas cubiertas de nieve, mendigando mantas y frazadas en el camino para no morir de frio”.

Hoy está casada y su vida transcurre así:

Se levanta antes del amanecer y reza, va al arroyo por agua, cocina, limpia la casa, lava la ropa; cuida de sus hijas, quienes ocupan el centro de su vida: Robina, de 13 años; Zahida, de tres y Alia, de uno. Una cuarta hija murió de corta edad. Al decir de su hermano, Sharbat jamás ha conocido un día de felicidad, excepto el día de su boda.

Su esposo se llama Rahmat Gul, y su sonrisa tiene el brillo de una luciérnaga al alba. Sharbat recuerda haberse casado “a los 13, no, a los 16” en una boda arreglada.

Ante la falta de empleos en Afganistán, su esposo vive en Peshawar, donde trabaja en una panadería. El dólar que gana al día se desvanece como el humo por las dolencias de ella; el asma que padece le impide tolerar el calor y la polución del verano de Peshawar y la obliga a estar con él sólo en invierno; por ello, el resto del año Sharbat vive en las montañas.

Al ir por la calle, Sharbat debe vestir una burka color morado que la aparta del mundo y de la mirada de cualquier hombre que no sea su esposo, pero que para ella no es “una maldición” y sí “un hermoso vestido”.

Sabe escribir su nombre, pero no sabe leer. Abriga la esperanza de que sus hijas reciban una educación; expresa: “Quiero que mis hijas sepan hacer algo. Yo deseaba terminar la escuela, pero no pude. Lamenté mucho cuando tuve que abandonarla”
.

Nunca ha visto la fotografía que le tomaron de niña y no entiende porqué ha conmovido a tanta gente.

Su reunión con el fotógrafo transcurre en calma y al preguntarle ¿Cómo sobrevivió? la respuesta es un mar de certezas implacables: “Fue –responde Sharbat tras sus verdes ojos- la voluntad de Dios”.

Las siguientes son sus fotografías:

Me encanta Dios

Jaime Sabines




Me encanta Dios. Es un viejo magnífico que no se toma en serio. A él le gusta jugar y juega, y a veces se le pasa la mano y nos rompe una pierna o nos aplasta definitivamente. Pero esto sucede porque es un poco cegatón y bastante torpe con las manos.

Nos ha enviado a algunos tipos excepcionales como Buda, o Cristo, o Mahoma, o mi tía Chofi, para que nos digan que nos portemos bien. Pero esto a él no le preocupa mucho: nos conoce. Sabe que el pez grande se traga al chico, que la lagartija grande se traga a la pequeña, que el hombre se traga al hombre. Y por eso inventó la muerte: para que la vida ?no tú ni yo? la vida, sea para siempre.

Ahora los científicos salen con su teoría del Big Bang... Pero ¿qué importa si el universo se expande interminablemente o se contrae? Esto es asunto sólo para agencias de viajes.

A mí me encanta Dios. Ha puesto orden en las galaxias y distribuye bien el tránsito en el camino de las hormigas. Y es tan juguetón y travieso que el otro día descubrí que ha hecho ?frente al ataque de los antibióticos? ¡Bacterias mutantes!

Viejo sabio o niño explorador, cuando deja de jugar con sus soldaditos de plomo y de carne y hueso, hace campos de flores o pinta el cielo de manera increíble.

Mueve una mano y hace el mar, y mueve la otra y hace el bosque. Y cuando pasa por encima de nosotros, quedan las nubes, pedazos de su aliento.

Dicen que a veces se enfurece y hace terremotos, y manda tormentas, caudales de fuego, vientos desatados, aguas alevosas, castigos y desastres. Pero esto es mentira. Es la tierra que cambia ?y se agita y crece? cuando Dios se aleja.

Dios siempre está de buen humor. Por eso es el preferido de mis padres, el escogido de mis hijos, el más cercano de mis hermanos, la mujer más amada, el perrito y la pulga, la piedra más antigua, el pétalo más tierno, el aroma más dulce, la noche insondable, el borboteo de luz, el manantial que soy.

A mí me gusta, a mí me encanta Dios. Que Dios bendiga a Dios.

jueves, 22 de julio de 2010

La fábula del tonto

Dominio popular
Se cuenta que en cierta ciudad, un grupo de personas se divertían con el tonto del pueblo, un pobre infeliz de poca inteligencia, que vivía haciendo pequeños recados y recibiendo limosnas.

Diariamente, algunos hombres llamaban al tonto al bar donde se reunían y le ofrecían escoger entre dos monedas: una de tamaño grande de 50 centavos y otra de menor tamaño, pero de un peso. Él siempre tomaba la más grande y menos valiosa, lo que era motivo de risas para todos.

Un día, alguien que observaba al grupo divertirse con el inocente hombre, lo llamó aparte y le preguntó si todavía no había percibido que la moneda de mayor tamaño valía menos y éste le respondió:

—Lo sé señor, no soy tan tonto..., vale la mitad, pero el día que escoja la otra, el jueguito se acaba y no voy a ganar más mi moneda.

MORALEJA: El verdadero hombre inteligente es el que aparenta ser tonto delante de un tonto que aparenta ser inteligente...

Un día en la calle


Muchos niños prefieren la calle a soportar maltratos en la casa o en la escuela. Sus historias son diversas: algunos trabajan limpiando parabrisas en los cruceros de la ciudad; otros hacen mandados o cargan bolsas en los mercados. En su mayoría, sin embargo, piden dinero a los transeúntes o de plano los roban. Conforme crecen, sus necesidades de sobrevivencia los inducen cada vez más hacia la delincuencia y el vicio.

Sus expresiones son casi siempre las mismas: “mejor no hubiera nacido”, “de mis padres ni me acuerdo”, “a nadie le importa lo que me pasa”.

Entre ellos se conocen y se sienten fortalecidos, pero si no están con su grupo se muestran hoscos e indiferentes; no les gustan los extraños y cuando algún desconocido se les acerca, lo hostilizan y agreden. En un raro pero firme sentimiento de solidaridad comparten la comida y la bebida entre sí, e incluso la droga o los solventes que usan para enviciarse. Saben donde se reúnen y donde duermen. Conocen cada refugio en el metro o bajo los puentes vehiculares.

Se dicen niños o chavos de la calle, pero Carlos, por ejemplo, ya es un adulto. No tiene un sitio fijo para dormir; lleva más de veinte años viviendo en la calle; cansado de los malos tratos abandonó la casa de una tía con la que vivía luego de fallecer sus padres. Al hablar de su vida, recuerda las veces que estuvo en el Consejo Tutelar y reconoce que roba a transeúntes.

Hoy no ha sido fácil localizarlo, a pesar de que conozco los rumbos en los que se mueve. He caminado mucho, el sol comienza a caer y las sombras se alargan poco a poco. Al despedirse, los oblicuos rayos del sol hieren mis ojos como si quisieran dejar huella al decir hasta mañana.

Cae la noche y continúo escudriñando aquí y allá. La temperatura desciende rápidamente y me obliga a desear un humeante café que acompañe mi búsqueda.

Cuando ya casi me resigno a no encontrarlo, lo veo acurrucado en un rincón, cerca de los cálidos respiraderos del tren urbano, confundido entre quienes comparten sus mismas carencias y sus mismos dolores. Ahí está recostado, tratando de abandonarse, al menos por esta noche. Antes de quedar dormido levanta su perdida mirada como buscando una esperanza, pero lo único que encuentra es la oscura tapa del cielo, ofreciendo apenas la tímida luz de algunas estrellas, que penetra indolente en los ojos de quienes como él buscan las razones de su propia existencia o, tal vez, la explicación de sus desamores y desencantos.

Nadie ve lo que verdaderamente es la noche, ni nadie lo que realmente oculta. Carlos reposa a la intemperie sobre algunos cartones, apenas cubierto por hojas de periódico que caprichosas danzan la melodía del viento, al que no le importa el descobijo que ocasiona. Es una noche de invierno y el frío corta como filoso cuchillo, pero él ni siquiera tiene conciencia de lo que ocurre a su alrededor; el solvente ha hecho su trabajo y ahora duerme, no sabemos si apaciblemente, olvidando su tortuosa vida o, por el contrario, atormentado por los demonios que lo han perseguido desde su niñez. En este momento no es más que un trapo sucio perdido entre las miserias de la ciudad. Así es la ley de la calle.

Las horas pasan, amanece y por lo menos el sol calienta un poco. Ahora lo vemos caminando haciendo eses. La noche no ha conseguido que se reponga del efecto de los inhalantes y no tiene el suficiente control sobre su mente. Da incoherentes pasos, pero no sabe a dónde dirigirse. Finalmente se detiene en cualquier parte y comienza a recurrir a la caridad pública que llega un poco, acompañada de un mucho de insultos. Lleva años dando bandazos por la vida. Su historia se resume a esto.

Me acerco y trato de hablar con él. Me ve con torva mirada y trata de agredirme. “¿Ya no me conoces?”, le inquiero, y lo único que atina a decir es “préstame un varo, carnal”. Le doy la moneda y trato de platicar con él, pero es inútil. Tampoco hoy podrá ser. No tiene la menor conciencia de lo que ocurre a su alrededor.

Me ignora y camina en sentido contrario. Me quedo desconcertado con su actitud y titubeo sobre qué hacer. Finalmente, regreso a mi casa y con toda comodidad —esa que él no tiene, ni ha tenido— me sirvo un trago, prendo un cigarro y me quedo pensando en lo que me ha dicho y solo alcanzo a preguntarme cuánto durará una vida como esa. Pronto tengo la respuesta.

Pasan unos días y a lo lejos descubro su desgarrado y mugriento saco color rata. Avanzo presuroso y cuando creo tenerlo al alcance, descubro que no es él. Otro indigente trae su ropa. Y como bien se que en ese mundo nada se desperdicia, no pregunto nada, solo intuyo: en algún lugar, su abandonado cuerpo yace inerme, sin frío, cubierto solo por ese cielo estrellado que sus ojos no volverán a mirar.


Después de esto, muchos fueron los días que transcurrieron antes de que supiera cómo concluir el reportaje que me había propuesto realizar sobre la indigencia. Sin embargo, con la muerte de Carlos lo único seguro fue que ya no buscaría mayor información con algún otro paria.


Angustiado porque nunca en mi vida me había sentido tan limitado para describir lo que había observado, decidí cerrar mi historia con la breve entrevista que en cierta ocasión pude hacerle en uno de sus escasos momentos de lucidez:


En cierta ocasión, luego de varios días de infructuosa búsqueda y cuando menos lo esperaba, lo encuentro caminando sin rumbo y sorprendentemente lúcido. Es él quien me saluda a su manera:

—Quiubo güey, ¿que onda?, prexta una moneda pa’l toque ¿no?

Me doy cuenta que me ha reconocido y aprovecho para iniciar la plática pospuesta largo tiempo. Lleva muchos años sin casa y es de lo primero que habla:

—No todo el tiempo anduve de pata de perro —dice, mientras continúa caminando con las manos en los bolsillos—. De niño sí tenía casa.

—¿Y qué pasó?

—Mis papás se murieron por borrachos; yo tenía como ocho años. Mi tía con la que viví después también era bien peda; siempre me dijo que lo malo ya lo llevaba yo en la sangre; pero yo digo que no. Ella no me quería y si me cuidó fue porque bien que le servía para los mandados. Desde que yo me acuerdo iba a comprarle su pulque; ya luego en la tarde, se emborrachaba y se quedaba dormida en la mesa. A veces ella misma iba a la pulquería, pero a mi no me gustaba que fuera porque luego se juntaba con unos güeyes que yo no conocía y se perdía. Luego no faltaba algún vecino que me dijera: “chamaco, allá está tu tía tirada en la calle tal, ve por ella porque ya la están miando los perros”.

—¿Y tú que hacías?

—Pus iba por ella, nomás que no la podía cargar; trataba de que se levantara y ahi estaba, duro y duro: “tía levántese, vámonos para la casa, ¿no ve que no la aguanto?” Pero no me hacía caso y la arrastraba como podía, hasta que llegábamos a la vecindad en que vivíamos, allá por El Bordo. Al otro día me iba mal, porque como no la aguantaba y la llevaba arrastrando, amanecía con un montón de moretones y me decía que cuando estaba durmiendo yo le daba de palos y me desquitaba porque me ponía a trabajar para hacerme un hombre de bien. Decía que era un mal agradecido y que Dios me iba a castigar.

—¿Crees en Dios?

—De niño sí. Hasta quería estudiar para padrecito, pero como ya me empezaba a juntar con chavos más grandes que yo para drogarme, pus luego luego se me olvidó que quería ser cura. La verdad no me acuerdo por qué le empecé a llegar al cinco mil. Creo que era porque con eso se me olvidaba el hambre. Mi papá le pegaba a mi mamá porque no le daba de comer, ¿pero, como le iba a dar si ni gasto le daba? Y aunque le diera dinero, ella ni podía cocinar por que también siempre andaba bien briaga. Pero sí me acuerdo que mi mamá me quería mucho, nunca me pegó; mi papá sí me daba mis cinturonazos por andar oliendo cemento.

“Antes de morirse, cuando no andaba muy tomada, mi mamacita me llevaba al rosario; decía que era bueno rezar para que se nos saliera el demonio. Creía que a ella y a mi papá les habían hecho un trabajo de brujería y que por eso tomaban; decía que antes no eran así, que mi papá hasta trabajaba. La neta es que ahora que me acuerdo de eso yo creo que me decía puras mentiras, porque nunca vi a mi papá en su juicio y menos trabajando.

“Desde entonces ya no creo en Dios ni en el diablo, nomás en mí”.

—¿No tuviste hermanos?

—Tuve dos más grandes que yo. Nada más eran hijos de mi mamá. Los había tenido con otro señor. Cuando mi papá se juntó con ella les empezó a pegar porque no quería mantener hijos ajenos. Pero era puro choro, no quería mantener a nadie, ni a mí que sí era su hijo. Mi hermana era la más grande; era bien guapa, así que no tardó en encontrarse a un cabrón que le habló bonito y se fue con él. Apenas tenía dieciséis años. Ya luego se supo que el güey era un cinturita que explotaba chavas y las metía a chambear al talón. Una vez mi carnala llegó a la casa con un chavito que quiso encargarle a mi jefa, pero mi papá la mandó a la chingada con todo y chamaco. Yo sentí bien gacho porque ya se veía toda jodida; traía la cara llena de maquillaje corriente y ya estaba bien panzona. Hace tiempo unos cuates me dijeron que la vieron por allá por la Merced y que ya se volvió loca; dicen que hace estriptis a media calle para que la gente le de dinero y todos nada más se ríen. De mi carnal no quiero hablar. Salió puto; una vez mi papá lo encontró poniéndose la ropa de mi mamá con todo y zapatos de tacón alto y le puso una chinga y lo sacó a patadas. El güey también anda dado lastimas ajenas empedándose en los bailes y quedándose tirado en cualquier callejón.

—¿Por qué dices que tus papás murieron por borrachos?

—Es que ya todo el tiempo andaban hasta atrás. Ya ni se preocupaban por mí, y como en esos tiempos ya mi tía les había pedido que me dejaran con ella, pus menos que se acordaban de mí. El chiste es que un día que regresaban de una de sus borracheras se les ocurrió cruzar la Zaragoza por abajo del puente y ni cuenta se dieron cuando un chimeco se los llevó de corbata. Nadie los reclamó; mi tía dijo que para qué los queríamos, si ni siquiera podíamos pagar su entierro. Así que los echaron a la fosa común como desconocidos.

—¿Y tú estudiaste algo?

—Aunque no lo creas yo soy diferente a los güeyes con los que me junto; así como me ves, de niño sí fui a la primaria, además de que siempre me gustó leer cuentos. Para que lo sepas, aunque nunca tuve dinero también llegué a conseguirme una chava y ella fue la que me obligó a conseguir unos cuartos para tener donde llevarla. Creo que fue cuando mejor estuve. Lo malo es que ella se cansó de la miseria y se fue con el primer cabrón que le prometió la luna y las estrellas.

—¿Nunca has pensado dejar el vicio y conseguirte una chamba?

—¿Pa’qué?, ¿pa´que cualquier hijo de la chingada me mande? No, así estoy bien. No falta donde comer y donde dormir, además me voy a morir pronto.

—¿Porqué dices eso?

—Vete a la chingada.

—¿Qué?

—Que te vayas a la chingada.

Después de esta inesperada respuesta, no dijo más y se alejó mascullando entre dientes. En tanto, perplejo y sin saber qué hacer, simplemente caminé sin una dirección fija preguntándome todo y nada. Parecía que yo era aquel habitante de la calle que no tenía destino alguno.


Esta fue la última vez que hablamos y a partir de entonces supe que nunca más lo encontraría vivo. Así, al conocer su muerte lo único que se me vino a la mente fue una pregunta sin respuesta. ¿Habrá tenido tiempo para una oración o murió sin reconciliarse con Dios?

miércoles, 21 de julio de 2010

Reír llorando

Juan de Dios Peza


















Viendo a Garrick, actor de la Inglaterra,
el pueblo al aplaudirlo le decía:
Eres el más gracioso de la tierra y el más feliz.
Y el cómico reía.

Víctimas del spleen los altos lores,
en sus noches más negras y pesadas,
iban a ver al rey de los actores
y cambiaban su spleen en carcajadas.

Una vez ante un médico famoso,
llegóse un hombre de mirar sombrío:
-Sufro -le dijo- un mal tan espantoso
como esta palidez del rostro mío.

Nada me causa encanto ni atractivo;
no me importan mi nombre ni mi suerte;
en un eterno spleen muriendo vivo,
y es mi única pasión la de la muerte.

-Viajad y os distaeréis. -Tanto he viajado
-Las lecturas buscad -Tanto he leido-
Que os ame una mujer - ¡Si soy amado!
-Un título adquirid -Noble he nacido.

¿Pobre seréis quizá? -Tengo riquezas
- ¿De lisonjas gustáis ? - ¡Tantas escucho!
-¿Que tenéis de familia?...-Mis tristezas
-¿Vais a los cementerios?... -Mucho, mucho.

¿De vuestra vida actual tenéis testigos?
- Sí, mas no dejo que me impongan yugos;
yo les llamo a los muertos mis amigos;
y les llamo a los vivos mis verdugos.

-Me deja- agrega el médico –perplejo
vuestro mal, y no debo acobardaros;
Tomad hoy por receta este consejo:
sólo viendo a Garrick podéis curaros.

-¿A Garrick ? -Sí, a Garrick...La más remisa
y austera sociedad lo busca ansiosa;
todo aquel que lo ve muere de risa;
¡tiene una gracia artística asombrosa!

-Y a mí me hará reir?-Ah, sí, os lo juro !;
él, sí, nada más él...Mas qué os inquieta?...
-Así -dijo el enfermo -no me curo:
¡Yo soy Garrick ! Cambiádme la receta.

¡Cúantos hay que, cansados de la vida,
enfermos de pesar, muertos de tedio,
hacen reir como el autor suicida
sin encontrar para su mal remedio!

¡Ay ! ¡Cuántas veces al reír se llora!..
¡Nadie en lo alegre de la risa fíe,
porque en los seres que el dolor devora
el alma llora cuando el rostro ríe!

Si se muere la fe, si huye la calma,
si sólo abrojos nuestras plantas pisa
lanza a la faz la tempestad del alma
un relámpago triste: la sonrisa.

El carnaval del mundo engaña tanto;
que las vidas son breves mascaradas;
aquí aprendemos a reír con llanto
y también a llorar con carcajadas.

La esperanza verde

No odio al fútbol; es más, me encanta, pero ahora no sé qué hacer. Faltan cinco días para que comience un nuevo campeonato mundial y la gente anda como ida. Yo mismo estoy perdido y para colmo, desempleado desde hace no sé cuanto tiempo. Cuando compro el periódico ya no consulto primero la oferta de empleos; no, ahora busco todo lo relacionado con la selección mexicana, con el “Tri”.

Pese a ello, ya no soporto el bombardeo informativo. Las noticias que hasta hace poco eran la comidilla de todo mundo, ahora han pasado a segundo término. Desfallecimos con el balazo a Cabañas, estrujamos las manos con los sismos de Haití y de Chile y poco después, con la rara muerte de la niña Paulette; no terminábamos de sufrir, cuando secuestran al Jefe Diego

Ahora toda tragedia quedará de lado al comenzar el golpeteo de la esperanza. Por unos días nos mantendremos esperanzados en que nuestros jugadores dejen de ser aquellos “ratones verdes” que tantas desilusiones nos han causado y reactivaremos la ilusión en torno a la nueva generación.

El pastor Javier Aguirre se incorpora a Iniciativa México y nos arenga hasta conmovernos para que pasemos del si se puede al ya se pudo (como si fuera tan fácil). Más aún, la ilusión ya tiene sustento espiritual: “Desde la fe” ha anunciado que el cardenal Norberto Rivera ora por el equipo de todos. Ahora sí, a ver quien se pone contra la Virgencita de Guadalupe. Si la fe mueve montañas, qué no podrá hacer por nuestro equipo de fútbol.



Pero aquí empieza mi problema. Con la poca capacidad racional que aún me queda, sigo pensando que una vez más no será México quien levante la copa. No, porque como es costumbre, la selección se quedará en el camino y, a partir de ahí, nuevamente a remontar la cuesta de la cruda emocional.

Estas palabras las digo en cuanta tertulia me encuentro y, por supuesto, mis interlocutores no me bajan de traidor a la patria, de amargado o, mínimamente, de pesimista. Yo les digo que no, que nada de eso, que lo único que hago es adelantar el desencanto que tarde o temprano nos llegará.

Pero no entienden y hasta en algunos casos me han retirado la palabra e incluso ya he perdido algunos amigos, aunque yo se que los recuperaré tan pronto pase la euforia mundialista y retornemos a nuestra vida cotidiana, pero no me entienden.

Por eso me fastidia tanto lo que está ocurriendo. Ya ni siquiera quisiera buscar trabajo en estos días, porque mis potenciales patrones parece que ya no quieren empleados sino futbolistas que rescaten al país del tercermundismo panbolero.

Por lo pronto, desempleado y sin amigos, quise refugiarme en la paz doméstica, pero ¿qué creen?, no puedo concentrarme, y a pesar de mis pesares, en el fondo yo también pienso y me ilusiono con que la esperanza verde deje de serlo y se convierta en realidad. Por lo pronto, para acabarla de amolar, hasta en mi apacible descanso de ayer sufrí un duro golpe del cual no se si pueda recuperarme. Les platico:

Siendo domingo, yo había planeado las actividades propias del día: levantarme tarde, comprar un periódico, almorzar unos ricos huevos a la mexicana y tirar toda la güeva frente al televisor.

Pues no. Llega mi querida hija con sus dos chilpayates. —Los niños se estaban aburriendo y decidimos venir a verte—, dice.

Bueno, está bien, a todo dar. Después de todo ella guisa más sabroso que yo. Almorzamos, vamos al tianguis a chacharear y al regresar mis adorados nietos se distraen con sus juguetes recién comprados, mi hija se pone a chatear y yo al fin puedo leer el periódico a mis anchas.

Entre leer y ver la televisión me va invadiendo un pesado sopor, hasta que en medio del tremendo calor empiezo a soñar:

Soy un joven y prometedor futbolista, perteneciente a esa camada de nuevos valores con mentalidad ganadora.


Después de dos meses de fastidiosa y célibe concentración y con mis cinco sentidos puestos en el partido inaugural, pienso en ser detectado por un promotor que me lleve a jugar a uno de los grandes clubes europeos.


Llega el momento. Estoy en el campo emocionado ante las notas del himno nacional. Luego, comienza el juego. El balón circula de aquí para allá, peligros en nuestra meta y en la del contrario. Cero a cero. De pronto mi oportunidad, el balón se encuentra entre el portero rival y yo, nadie más. Corro en busca de la gloria a unos instantes de que el encuentro termine. Podemos ganar; a toda velocidad, estoy a punto de alcanzar el esférico antes que el guardameta contrario; sólo unos pasos y será el gol de mi consagración. Veo venir al portero y lanzo la patada. Pierdo de vista al balón y solo veo al rival con un pie que apunta directo a mis testículos. El dolor es inmenso y pierdo el sentido.

Abro los ojos y no veo al médico del equipo. Enfrente está mi hija reprendiendo al mayorcito de mis nietos por haber fauleado a su abuelo con un tremendo dinosaurio directo a las partes blandas.

Déjalo —digo con palabras entrecortadas—, está chiquito. Sin disimulo alguno me sobo la parte afectada, cierro los ojos y pienso esperanzado: yo ya no pude, pero a lo mejor mi nieto si llega a ser campeón del mundo.