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jueves, 22 de julio de 2010

Un día en la calle


Muchos niños prefieren la calle a soportar maltratos en la casa o en la escuela. Sus historias son diversas: algunos trabajan limpiando parabrisas en los cruceros de la ciudad; otros hacen mandados o cargan bolsas en los mercados. En su mayoría, sin embargo, piden dinero a los transeúntes o de plano los roban. Conforme crecen, sus necesidades de sobrevivencia los inducen cada vez más hacia la delincuencia y el vicio.

Sus expresiones son casi siempre las mismas: “mejor no hubiera nacido”, “de mis padres ni me acuerdo”, “a nadie le importa lo que me pasa”.

Entre ellos se conocen y se sienten fortalecidos, pero si no están con su grupo se muestran hoscos e indiferentes; no les gustan los extraños y cuando algún desconocido se les acerca, lo hostilizan y agreden. En un raro pero firme sentimiento de solidaridad comparten la comida y la bebida entre sí, e incluso la droga o los solventes que usan para enviciarse. Saben donde se reúnen y donde duermen. Conocen cada refugio en el metro o bajo los puentes vehiculares.

Se dicen niños o chavos de la calle, pero Carlos, por ejemplo, ya es un adulto. No tiene un sitio fijo para dormir; lleva más de veinte años viviendo en la calle; cansado de los malos tratos abandonó la casa de una tía con la que vivía luego de fallecer sus padres. Al hablar de su vida, recuerda las veces que estuvo en el Consejo Tutelar y reconoce que roba a transeúntes.

Hoy no ha sido fácil localizarlo, a pesar de que conozco los rumbos en los que se mueve. He caminado mucho, el sol comienza a caer y las sombras se alargan poco a poco. Al despedirse, los oblicuos rayos del sol hieren mis ojos como si quisieran dejar huella al decir hasta mañana.

Cae la noche y continúo escudriñando aquí y allá. La temperatura desciende rápidamente y me obliga a desear un humeante café que acompañe mi búsqueda.

Cuando ya casi me resigno a no encontrarlo, lo veo acurrucado en un rincón, cerca de los cálidos respiraderos del tren urbano, confundido entre quienes comparten sus mismas carencias y sus mismos dolores. Ahí está recostado, tratando de abandonarse, al menos por esta noche. Antes de quedar dormido levanta su perdida mirada como buscando una esperanza, pero lo único que encuentra es la oscura tapa del cielo, ofreciendo apenas la tímida luz de algunas estrellas, que penetra indolente en los ojos de quienes como él buscan las razones de su propia existencia o, tal vez, la explicación de sus desamores y desencantos.

Nadie ve lo que verdaderamente es la noche, ni nadie lo que realmente oculta. Carlos reposa a la intemperie sobre algunos cartones, apenas cubierto por hojas de periódico que caprichosas danzan la melodía del viento, al que no le importa el descobijo que ocasiona. Es una noche de invierno y el frío corta como filoso cuchillo, pero él ni siquiera tiene conciencia de lo que ocurre a su alrededor; el solvente ha hecho su trabajo y ahora duerme, no sabemos si apaciblemente, olvidando su tortuosa vida o, por el contrario, atormentado por los demonios que lo han perseguido desde su niñez. En este momento no es más que un trapo sucio perdido entre las miserias de la ciudad. Así es la ley de la calle.

Las horas pasan, amanece y por lo menos el sol calienta un poco. Ahora lo vemos caminando haciendo eses. La noche no ha conseguido que se reponga del efecto de los inhalantes y no tiene el suficiente control sobre su mente. Da incoherentes pasos, pero no sabe a dónde dirigirse. Finalmente se detiene en cualquier parte y comienza a recurrir a la caridad pública que llega un poco, acompañada de un mucho de insultos. Lleva años dando bandazos por la vida. Su historia se resume a esto.

Me acerco y trato de hablar con él. Me ve con torva mirada y trata de agredirme. “¿Ya no me conoces?”, le inquiero, y lo único que atina a decir es “préstame un varo, carnal”. Le doy la moneda y trato de platicar con él, pero es inútil. Tampoco hoy podrá ser. No tiene la menor conciencia de lo que ocurre a su alrededor.

Me ignora y camina en sentido contrario. Me quedo desconcertado con su actitud y titubeo sobre qué hacer. Finalmente, regreso a mi casa y con toda comodidad —esa que él no tiene, ni ha tenido— me sirvo un trago, prendo un cigarro y me quedo pensando en lo que me ha dicho y solo alcanzo a preguntarme cuánto durará una vida como esa. Pronto tengo la respuesta.

Pasan unos días y a lo lejos descubro su desgarrado y mugriento saco color rata. Avanzo presuroso y cuando creo tenerlo al alcance, descubro que no es él. Otro indigente trae su ropa. Y como bien se que en ese mundo nada se desperdicia, no pregunto nada, solo intuyo: en algún lugar, su abandonado cuerpo yace inerme, sin frío, cubierto solo por ese cielo estrellado que sus ojos no volverán a mirar.


Después de esto, muchos fueron los días que transcurrieron antes de que supiera cómo concluir el reportaje que me había propuesto realizar sobre la indigencia. Sin embargo, con la muerte de Carlos lo único seguro fue que ya no buscaría mayor información con algún otro paria.


Angustiado porque nunca en mi vida me había sentido tan limitado para describir lo que había observado, decidí cerrar mi historia con la breve entrevista que en cierta ocasión pude hacerle en uno de sus escasos momentos de lucidez:


En cierta ocasión, luego de varios días de infructuosa búsqueda y cuando menos lo esperaba, lo encuentro caminando sin rumbo y sorprendentemente lúcido. Es él quien me saluda a su manera:

—Quiubo güey, ¿que onda?, prexta una moneda pa’l toque ¿no?

Me doy cuenta que me ha reconocido y aprovecho para iniciar la plática pospuesta largo tiempo. Lleva muchos años sin casa y es de lo primero que habla:

—No todo el tiempo anduve de pata de perro —dice, mientras continúa caminando con las manos en los bolsillos—. De niño sí tenía casa.

—¿Y qué pasó?

—Mis papás se murieron por borrachos; yo tenía como ocho años. Mi tía con la que viví después también era bien peda; siempre me dijo que lo malo ya lo llevaba yo en la sangre; pero yo digo que no. Ella no me quería y si me cuidó fue porque bien que le servía para los mandados. Desde que yo me acuerdo iba a comprarle su pulque; ya luego en la tarde, se emborrachaba y se quedaba dormida en la mesa. A veces ella misma iba a la pulquería, pero a mi no me gustaba que fuera porque luego se juntaba con unos güeyes que yo no conocía y se perdía. Luego no faltaba algún vecino que me dijera: “chamaco, allá está tu tía tirada en la calle tal, ve por ella porque ya la están miando los perros”.

—¿Y tú que hacías?

—Pus iba por ella, nomás que no la podía cargar; trataba de que se levantara y ahi estaba, duro y duro: “tía levántese, vámonos para la casa, ¿no ve que no la aguanto?” Pero no me hacía caso y la arrastraba como podía, hasta que llegábamos a la vecindad en que vivíamos, allá por El Bordo. Al otro día me iba mal, porque como no la aguantaba y la llevaba arrastrando, amanecía con un montón de moretones y me decía que cuando estaba durmiendo yo le daba de palos y me desquitaba porque me ponía a trabajar para hacerme un hombre de bien. Decía que era un mal agradecido y que Dios me iba a castigar.

—¿Crees en Dios?

—De niño sí. Hasta quería estudiar para padrecito, pero como ya me empezaba a juntar con chavos más grandes que yo para drogarme, pus luego luego se me olvidó que quería ser cura. La verdad no me acuerdo por qué le empecé a llegar al cinco mil. Creo que era porque con eso se me olvidaba el hambre. Mi papá le pegaba a mi mamá porque no le daba de comer, ¿pero, como le iba a dar si ni gasto le daba? Y aunque le diera dinero, ella ni podía cocinar por que también siempre andaba bien briaga. Pero sí me acuerdo que mi mamá me quería mucho, nunca me pegó; mi papá sí me daba mis cinturonazos por andar oliendo cemento.

“Antes de morirse, cuando no andaba muy tomada, mi mamacita me llevaba al rosario; decía que era bueno rezar para que se nos saliera el demonio. Creía que a ella y a mi papá les habían hecho un trabajo de brujería y que por eso tomaban; decía que antes no eran así, que mi papá hasta trabajaba. La neta es que ahora que me acuerdo de eso yo creo que me decía puras mentiras, porque nunca vi a mi papá en su juicio y menos trabajando.

“Desde entonces ya no creo en Dios ni en el diablo, nomás en mí”.

—¿No tuviste hermanos?

—Tuve dos más grandes que yo. Nada más eran hijos de mi mamá. Los había tenido con otro señor. Cuando mi papá se juntó con ella les empezó a pegar porque no quería mantener hijos ajenos. Pero era puro choro, no quería mantener a nadie, ni a mí que sí era su hijo. Mi hermana era la más grande; era bien guapa, así que no tardó en encontrarse a un cabrón que le habló bonito y se fue con él. Apenas tenía dieciséis años. Ya luego se supo que el güey era un cinturita que explotaba chavas y las metía a chambear al talón. Una vez mi carnala llegó a la casa con un chavito que quiso encargarle a mi jefa, pero mi papá la mandó a la chingada con todo y chamaco. Yo sentí bien gacho porque ya se veía toda jodida; traía la cara llena de maquillaje corriente y ya estaba bien panzona. Hace tiempo unos cuates me dijeron que la vieron por allá por la Merced y que ya se volvió loca; dicen que hace estriptis a media calle para que la gente le de dinero y todos nada más se ríen. De mi carnal no quiero hablar. Salió puto; una vez mi papá lo encontró poniéndose la ropa de mi mamá con todo y zapatos de tacón alto y le puso una chinga y lo sacó a patadas. El güey también anda dado lastimas ajenas empedándose en los bailes y quedándose tirado en cualquier callejón.

—¿Por qué dices que tus papás murieron por borrachos?

—Es que ya todo el tiempo andaban hasta atrás. Ya ni se preocupaban por mí, y como en esos tiempos ya mi tía les había pedido que me dejaran con ella, pus menos que se acordaban de mí. El chiste es que un día que regresaban de una de sus borracheras se les ocurrió cruzar la Zaragoza por abajo del puente y ni cuenta se dieron cuando un chimeco se los llevó de corbata. Nadie los reclamó; mi tía dijo que para qué los queríamos, si ni siquiera podíamos pagar su entierro. Así que los echaron a la fosa común como desconocidos.

—¿Y tú estudiaste algo?

—Aunque no lo creas yo soy diferente a los güeyes con los que me junto; así como me ves, de niño sí fui a la primaria, además de que siempre me gustó leer cuentos. Para que lo sepas, aunque nunca tuve dinero también llegué a conseguirme una chava y ella fue la que me obligó a conseguir unos cuartos para tener donde llevarla. Creo que fue cuando mejor estuve. Lo malo es que ella se cansó de la miseria y se fue con el primer cabrón que le prometió la luna y las estrellas.

—¿Nunca has pensado dejar el vicio y conseguirte una chamba?

—¿Pa’qué?, ¿pa´que cualquier hijo de la chingada me mande? No, así estoy bien. No falta donde comer y donde dormir, además me voy a morir pronto.

—¿Porqué dices eso?

—Vete a la chingada.

—¿Qué?

—Que te vayas a la chingada.

Después de esta inesperada respuesta, no dijo más y se alejó mascullando entre dientes. En tanto, perplejo y sin saber qué hacer, simplemente caminé sin una dirección fija preguntándome todo y nada. Parecía que yo era aquel habitante de la calle que no tenía destino alguno.


Esta fue la última vez que hablamos y a partir de entonces supe que nunca más lo encontraría vivo. Así, al conocer su muerte lo único que se me vino a la mente fue una pregunta sin respuesta. ¿Habrá tenido tiempo para una oración o murió sin reconciliarse con Dios?

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