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miércoles, 21 de julio de 2010

La esperanza verde

No odio al fútbol; es más, me encanta, pero ahora no sé qué hacer. Faltan cinco días para que comience un nuevo campeonato mundial y la gente anda como ida. Yo mismo estoy perdido y para colmo, desempleado desde hace no sé cuanto tiempo. Cuando compro el periódico ya no consulto primero la oferta de empleos; no, ahora busco todo lo relacionado con la selección mexicana, con el “Tri”.

Pese a ello, ya no soporto el bombardeo informativo. Las noticias que hasta hace poco eran la comidilla de todo mundo, ahora han pasado a segundo término. Desfallecimos con el balazo a Cabañas, estrujamos las manos con los sismos de Haití y de Chile y poco después, con la rara muerte de la niña Paulette; no terminábamos de sufrir, cuando secuestran al Jefe Diego

Ahora toda tragedia quedará de lado al comenzar el golpeteo de la esperanza. Por unos días nos mantendremos esperanzados en que nuestros jugadores dejen de ser aquellos “ratones verdes” que tantas desilusiones nos han causado y reactivaremos la ilusión en torno a la nueva generación.

El pastor Javier Aguirre se incorpora a Iniciativa México y nos arenga hasta conmovernos para que pasemos del si se puede al ya se pudo (como si fuera tan fácil). Más aún, la ilusión ya tiene sustento espiritual: “Desde la fe” ha anunciado que el cardenal Norberto Rivera ora por el equipo de todos. Ahora sí, a ver quien se pone contra la Virgencita de Guadalupe. Si la fe mueve montañas, qué no podrá hacer por nuestro equipo de fútbol.



Pero aquí empieza mi problema. Con la poca capacidad racional que aún me queda, sigo pensando que una vez más no será México quien levante la copa. No, porque como es costumbre, la selección se quedará en el camino y, a partir de ahí, nuevamente a remontar la cuesta de la cruda emocional.

Estas palabras las digo en cuanta tertulia me encuentro y, por supuesto, mis interlocutores no me bajan de traidor a la patria, de amargado o, mínimamente, de pesimista. Yo les digo que no, que nada de eso, que lo único que hago es adelantar el desencanto que tarde o temprano nos llegará.

Pero no entienden y hasta en algunos casos me han retirado la palabra e incluso ya he perdido algunos amigos, aunque yo se que los recuperaré tan pronto pase la euforia mundialista y retornemos a nuestra vida cotidiana, pero no me entienden.

Por eso me fastidia tanto lo que está ocurriendo. Ya ni siquiera quisiera buscar trabajo en estos días, porque mis potenciales patrones parece que ya no quieren empleados sino futbolistas que rescaten al país del tercermundismo panbolero.

Por lo pronto, desempleado y sin amigos, quise refugiarme en la paz doméstica, pero ¿qué creen?, no puedo concentrarme, y a pesar de mis pesares, en el fondo yo también pienso y me ilusiono con que la esperanza verde deje de serlo y se convierta en realidad. Por lo pronto, para acabarla de amolar, hasta en mi apacible descanso de ayer sufrí un duro golpe del cual no se si pueda recuperarme. Les platico:

Siendo domingo, yo había planeado las actividades propias del día: levantarme tarde, comprar un periódico, almorzar unos ricos huevos a la mexicana y tirar toda la güeva frente al televisor.

Pues no. Llega mi querida hija con sus dos chilpayates. —Los niños se estaban aburriendo y decidimos venir a verte—, dice.

Bueno, está bien, a todo dar. Después de todo ella guisa más sabroso que yo. Almorzamos, vamos al tianguis a chacharear y al regresar mis adorados nietos se distraen con sus juguetes recién comprados, mi hija se pone a chatear y yo al fin puedo leer el periódico a mis anchas.

Entre leer y ver la televisión me va invadiendo un pesado sopor, hasta que en medio del tremendo calor empiezo a soñar:

Soy un joven y prometedor futbolista, perteneciente a esa camada de nuevos valores con mentalidad ganadora.


Después de dos meses de fastidiosa y célibe concentración y con mis cinco sentidos puestos en el partido inaugural, pienso en ser detectado por un promotor que me lleve a jugar a uno de los grandes clubes europeos.


Llega el momento. Estoy en el campo emocionado ante las notas del himno nacional. Luego, comienza el juego. El balón circula de aquí para allá, peligros en nuestra meta y en la del contrario. Cero a cero. De pronto mi oportunidad, el balón se encuentra entre el portero rival y yo, nadie más. Corro en busca de la gloria a unos instantes de que el encuentro termine. Podemos ganar; a toda velocidad, estoy a punto de alcanzar el esférico antes que el guardameta contrario; sólo unos pasos y será el gol de mi consagración. Veo venir al portero y lanzo la patada. Pierdo de vista al balón y solo veo al rival con un pie que apunta directo a mis testículos. El dolor es inmenso y pierdo el sentido.

Abro los ojos y no veo al médico del equipo. Enfrente está mi hija reprendiendo al mayorcito de mis nietos por haber fauleado a su abuelo con un tremendo dinosaurio directo a las partes blandas.

Déjalo —digo con palabras entrecortadas—, está chiquito. Sin disimulo alguno me sobo la parte afectada, cierro los ojos y pienso esperanzado: yo ya no pude, pero a lo mejor mi nieto si llega a ser campeón del mundo.

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