viernes, 23 de julio de 2010
Sharbat Gula
Con información de National Geographic
En una mañana de 1984, el fotógrafo Steve McCurry la vio por primera vez dentro de la tienda que servía como escuela en un campo de refugiados afganos. No obstante su timidez, ella aceptó que la fotografiara. Ese retrato apareció en la portada de National Geographic en junio de 1985. Muestra a una muchacha de ojos verdes, los cuales, según el autor de la foto, “son los ojos de una tierra asolada por la guerra”. Durante dos décadas nadie supo su nombre; solo era “la muchacha afgana”.
En enero de 2002 McCurry viajó a Pakistán en su busca. Cerca de Peshawar, mostró su retrato y un maestro de escuela dijo que la conocía, pero al encontrar a la mujer señalada se supo que no se trataba de ella.
Un hombre a cuyos oídos había llegado la noticia de la búsqueda, contó que de niño el había vivido en el mismo campo de refugiados y que ella ahora habitaba en las montañas, cerca de Tora Tora. Él podía ir a buscarla y hacerla venir.
Pasaron tres días, luego de los cuales, al verla entrar en la habitación donde la esperaba, dos palabras cruzaron por la mente de McCurry: “es ella”. Cito textualmente lo que dice el reportaje:
Todos los nombres poseen una fuerza; así, pues, hay que detenerse en el de ella. Se llama Sharbat Gula, y pertenece a la tribu de los pashtos, la más belicosa de las tribus afganas, de quien se dice que sólo están en paz cuando están en guerra. Sus ojos siguen teniendo un feroz ardor; su edad es de 28, quizás 29, tal vez 30 años; nadie, ni ella, lo sabe. En un lugar donde no hay registros escritos, el paso de las vidas se pierde como la arena en el desierto.
El tiempo y la calamidad han borrado su juventud. Su piel tiene el aspecto del cuero curtido; la geometría de su mentón se ha suavizado; pero sus ojos siguen brillando, eso no ha cambiado. “Su vida ha sido difícil –dice McCurry–, como la de tanta gente en estos lares”.
Tenía alrededor de seis años cuando las bombas soviéticas mataron a sus padres; en medio de la destrucción, según su hermano, Kashar Khan, “abandonamos Afganistán a causa de la guerra. No tuvimos otra opción”. Con la tutela de su abuela, Kashar y sus cuatro hermanas se dirigieron a pie a Pakistán. “Durante una semana atravesaron las montañas cubiertas de nieve, mendigando mantas y frazadas en el camino para no morir de frio”.
Hoy está casada y su vida transcurre así:
Se levanta antes del amanecer y reza, va al arroyo por agua, cocina, limpia la casa, lava la ropa; cuida de sus hijas, quienes ocupan el centro de su vida: Robina, de 13 años; Zahida, de tres y Alia, de uno. Una cuarta hija murió de corta edad. Al decir de su hermano, Sharbat jamás ha conocido un día de felicidad, excepto el día de su boda.
Su esposo se llama Rahmat Gul, y su sonrisa tiene el brillo de una luciérnaga al alba. Sharbat recuerda haberse casado “a los 13, no, a los 16” en una boda arreglada.
Ante la falta de empleos en Afganistán, su esposo vive en Peshawar, donde trabaja en una panadería. El dólar que gana al día se desvanece como el humo por las dolencias de ella; el asma que padece le impide tolerar el calor y la polución del verano de Peshawar y la obliga a estar con él sólo en invierno; por ello, el resto del año Sharbat vive en las montañas.
Al ir por la calle, Sharbat debe vestir una burka color morado que la aparta del mundo y de la mirada de cualquier hombre que no sea su esposo, pero que para ella no es “una maldición” y sí “un hermoso vestido”.
Sabe escribir su nombre, pero no sabe leer. Abriga la esperanza de que sus hijas reciban una educación; expresa: “Quiero que mis hijas sepan hacer algo. Yo deseaba terminar la escuela, pero no pude. Lamenté mucho cuando tuve que abandonarla”.
Nunca ha visto la fotografía que le tomaron de niña y no entiende porqué ha conmovido a tanta gente.
Su reunión con el fotógrafo transcurre en calma y al preguntarle ¿Cómo sobrevivió? la respuesta es un mar de certezas implacables: “Fue –responde Sharbat tras sus verdes ojos- la voluntad de Dios”.
Las siguientes son sus fotografías:
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