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viernes, 17 de septiembre de 2010

La pluma y el plumero




Los medios de comunicación han hecho su costumbre meterse hasta la cocina en lo que concierne a la vida privada de las figuras públicas. De esta manera, numerosas veces he visto cómo los hombres de letras afamados son entrevistados en sus estudios llenos de libros y con una preciosa vista a un no menos precioso jardín.

—Mi rutina consiste —dicen algunos— en levantarme a las seis de la mañana, hacer una breve caminata, tomar un desayuno ligero y dedicarme a escribir hasta las dos de la tarde cuando me llaman a comer.

Variantes más, variantes menos, esto es lo que siempre ocurre al respecto. Nunca, por el contrario, los escucho decir que los sábados o determinados días los ocupan en hacer limpieza. Pienso que esto no ocurre porque no es necesario, toda vez que no falta empleada doméstica que pueda hacerlo, para que el maestro se dedique completamente a su fecunda tarea. Así, su estudio siempre está impecable; quizás pudiera tener algunas dudas respecto a la pulcritud del de Carlos Monsiváis (¡salve, maestro, descansa en paz!), quien siempre estuvo rodeado de gatos poco preocupados por la higiene.

Otro es el caso de los mortales más aterrizados en el esfuerzo de la sobrevivencia, cuyo espíritu creador requiere necesariamente el respaldo de un empleo; en lugar de levantarse a la seis para hacer una breve caminata y tomar un ligero desayuno, suficiente para comenzar a escribir, se tienen que levantar de igual forma a las seis de la mañana, pero para partir a la oficina, y salir después de las nueve de la noche, para llegar a su casa con la esperanza de dar rienda suelta a su vena creadora. Pero no, al llegar al santo hogar la comprensiva mujer tiene otra propuesta mejor: “ven a ver la telenovela, mi amor, para que descanses un poquito”.

Así llega el fin de semana y cuando todo está planeado para tomar la pluma y el papel, en compañía de una rica taza de café, alguien dice: “¿y cuándo vas a limpiar ese cochinero de papel que tienes?”. Su propuesta es sencilla, cambiar la pluma por el plumero.

Bueno, en mi caso la disciplina hogareña no se da, y mucho menos el hábito de la limpieza; necesariamente debo ser arreado. Pero no obstante que siempre digo que sí, no digo cuando.

Y resulta que un inesperado día, la hija, la sobrina o la hermana inician dicha labor tocando las fibras más sensibles de mi amor propio, hasta no dejarme otra salida que la de asumir personalmente semejante trabajito.

—Deja a un lado tus sentimentalismos, ya limpié aquí, pero tira todos esos periódicos viejos que tienes encima del archivero, ni modo de que los leas —me ordenan de plano, como si de antemano se dieran cuenta que mis perversas intenciones son las de no tirar nada.

Aquí llegamos al punto nodal de mi reflexión. ¿El aseo de este tipo de cosas es un mero acto mecánico? o más que eso, debe ser un ejercicio de recuperación de la conciencia de si mismo, que no puede llevarse a cabo sin poner el corazón por delante.

No me sorprendería que si acudiera con mis amigos psicólogos para que descifraran la razón de mi conducta, dirían que en mi caso el aseo se asemeja a limpiar el alma y develar con el plumero mis sentimientos y frustraciones, algo que todos los seres humanos rechazamos porque terminamos por descobijarnos ante nosotros mismos y descubrir quiénes somos en realidad.

No lo sé, pero no importa, porque finalmente trato de ceder, por el bien de la sana convivencia. Comienzo a sacudir aquí y allá, y cuando menos lo pienso, reencuentro un libro, un escrito o un artículo periodístico que como por arte de magia, recuperan vigencia. Y debido precisamente a estos pequeños hallazgos, lo que podría ocuparme tres horas, me lleva la semana entera, mínimo.

Paulatinamente me topo con el verdadero placer de revisar libros, periódicos y revistas, y afectivamente limpiarlos y rehabilitarlos, prometiéndome utilizarlos o releerlos próximamente; así, la labor se extiende día tras día, topándome constantemente con agradables sorpresas, como una vieja nota o una fotografía recuerdo de tiempos idos.

Concluyo y al final no me queda otra que agradecer a mis amas por inducirme a tal aventura. He recuperado viejos amigos de papel, los ánimos se restablecen y los proyectos perdidos readquieren actualidad. Además, he satisfecho el requerimiento familiar y sorprendentemente he descubierto que gané un espacio para nuevos periódicos y libros, hasta que se hagan viejos y acunen polvo y tiempo.

¿Nuestros íconos de la literatura se dan alguna vez este placer? Si alguno de ustedes lo sabe, ilústreme, por favor.

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