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viernes, 17 de septiembre de 2010

El estigma de ser joven


Históricamente la juventud, y no solo en México sino incluso en países desarrollados, ha sido menospreciada y acusada de todo menos de ser productiva.

Ser joven ha sido sinónimo de rebelde, agitador y agresor de las buenas costumbres y de la moral. Hoy, ser joven no está lejos de ser sinónimo de perversión, alcohol, sexo y drogas; ellos son los principales consumidores de los peores vicios de la humanidad.

En México, no ha sido diferente, a pesar de que las cosas han cambiado paulatinamente; ser joven aún implica de alguna manera todo lo malo que puede concentrar la sociedad. La juventud necesita ser adulta para tener cabal aceptación social.

—Los jóvenes no saben lo que hacen; necesitan mano rígida para no salirse del huacal y ser hombres de bien. Nada hacen como se debe.

¿Que la música infernal del rock? Los jóvenes.

¿Qué la droga? Los jóvenes.

Basta ver una película mexicana de la primera mitad del siglo pasado para conocer el prototipo de lo que debían ser. Los jóvenes insertos en la burguesía de esa época no se veían muy diferentes a los adultos; se vestían como ellos y hablaban como ellos, porque era indispensable convertirse en adulto lo más pronto posible, y ganar derechos que no tenían.

Pero había otros cuyos pecados de juventud eran más atrevidos: bailaban chachachá, mambo o, posteriormente, rocanrol. La rebeldía crecía poco a poco y estaba yendo más allá de lo que la sociedad podía tolerar. Son unos “rebeldes sin causa”; no tienen oficio ni beneficio y ninguna razón de ello. La sociedad les brinda todo y son ellos quienes lo rechazan.

—Ya se les pasará —decían condescendientes unos.

—La juventud es un mal que se cura con los años —decían otros.

Pero nada se les perdona.

Y así llegan los años sesenta y la juventud cansada del autoritarismo y de la injusticia se rebela en la fábrica, en la ciudad, en el campo y en la escuela. Se protesta contra el racismo y la desigualdad; también se protesta contra la guerra de Vietnam y la represión estudiantil en todo el mundo, lo mismo en México que en París o en Praga.

¿Recuerdan Canoa? Septiembre de 1968. El fanatismo religioso llevado a su más amplia expresión orilla a la muchedumbre de un pueblo a linchar a unos excursionistas, sólo por ser jóvenes y trabajadores universitarios. ¿Eres estudiante? Entonces eres comunista y vienes a violar a nuestras mujeres y a matar a nuestros niños; mejor te matamos nosotros.

Son los años setenta y surgen otro tipo de expresiones de la inconformidad juvenil: el movimiento hippie, la liberación femenina y las luchas por un mundo mejor, sin guerras ni violencia. El trasfondo sigue siendo el mismo.

—¡Comunistas! —les gritan a algunos

—¡Vagos, malvivientes! —les dicen a otros.

Pero los jóvenes se multiplican y en aras del rating Raúl Velasco tiene que darles cabida en Siempre en domingo. México se convierte en un país de jóvenes y es necesario que sigan por el camino del bien. No necesitamos estereotipos extranjeros ajenos a nuestra cultura. Sigamos mejor los buenos ejemplos que ofrece la pantalla chica.

Pasan los años y con más urgencia ellos quieren y necesitan trabajo y educación, cosa que los adultos no les ofrecemos. Ahora ya ni siquiera podemos decirles ¡váyanse a trabajar; güevones, buenos para nada! ¿Cuál es nuestra autoridad moral? ¿Adónde queremos que vayan? ¿Acaso les hemos heredado algo mejor de lo que nos podamos sentir orgullosos? Por supuesto que no. Hoy sólo tienen a la mano desempleo, inseguridad y corrupción.


Ahora, luego de cansarnos de etiquetarlos de diversas maneras, brota una clasificación más: son los ni ni: ni estudian, ni trabajan.

Cuando el rector de la UNAM alertaba sobre el hecho de que más de siete millones de jóvenes en México no estudiaban ni trabajaban, ni tardas ni perezosas las secretarías de Gobernación y de Educación Pública salieron al paso para negar esto y afirmar que en el país sólo 285 mil jóvenes están en esa condición; después, ante lo evidente, terminaron por reconocer la verdad.

Los muchachos de hoy ya no pueden cursar una carrera o encontrar un trabajo mínimamente redituable que les permita satisfacer sus necesidades básicas por lo que la oferta engañosa de empleos, claramente detectable en los diarios, solo sirve para incrementar su desencanto. Y no se diga de la educación: surgen escuelas “patito” que atraen al adolescente sin opciones, con la promesa de carreras fáciles y de prometedora aceptación en el mercado laboral. Mentira tras mentira.

Pero la falta de oportunidades no es lo único grave. Va acompañada ineludiblemente de la paulatina pérdida de valores, la cual los ciega y orienta hacia la acción del menor esfuerzo, por lo que se convierten irreflexivamente en carne de cañón de la delincuencia, quien los seduce y convence con la promesa del dinero fácil e inmediato. Hombres y mujeres, nadie se salva; narcotráfico, robo, secuestro y prostitución. Todo un coctel del que difícilmente se pueden librar. Así celebramos el bicentenario de nuestra independencia y el centenario de la revolución. ¡Viva México!

La pluma y el plumero




Los medios de comunicación han hecho su costumbre meterse hasta la cocina en lo que concierne a la vida privada de las figuras públicas. De esta manera, numerosas veces he visto cómo los hombres de letras afamados son entrevistados en sus estudios llenos de libros y con una preciosa vista a un no menos precioso jardín.

—Mi rutina consiste —dicen algunos— en levantarme a las seis de la mañana, hacer una breve caminata, tomar un desayuno ligero y dedicarme a escribir hasta las dos de la tarde cuando me llaman a comer.

Variantes más, variantes menos, esto es lo que siempre ocurre al respecto. Nunca, por el contrario, los escucho decir que los sábados o determinados días los ocupan en hacer limpieza. Pienso que esto no ocurre porque no es necesario, toda vez que no falta empleada doméstica que pueda hacerlo, para que el maestro se dedique completamente a su fecunda tarea. Así, su estudio siempre está impecable; quizás pudiera tener algunas dudas respecto a la pulcritud del de Carlos Monsiváis (¡salve, maestro, descansa en paz!), quien siempre estuvo rodeado de gatos poco preocupados por la higiene.

Otro es el caso de los mortales más aterrizados en el esfuerzo de la sobrevivencia, cuyo espíritu creador requiere necesariamente el respaldo de un empleo; en lugar de levantarse a la seis para hacer una breve caminata y tomar un ligero desayuno, suficiente para comenzar a escribir, se tienen que levantar de igual forma a las seis de la mañana, pero para partir a la oficina, y salir después de las nueve de la noche, para llegar a su casa con la esperanza de dar rienda suelta a su vena creadora. Pero no, al llegar al santo hogar la comprensiva mujer tiene otra propuesta mejor: “ven a ver la telenovela, mi amor, para que descanses un poquito”.

Así llega el fin de semana y cuando todo está planeado para tomar la pluma y el papel, en compañía de una rica taza de café, alguien dice: “¿y cuándo vas a limpiar ese cochinero de papel que tienes?”. Su propuesta es sencilla, cambiar la pluma por el plumero.

Bueno, en mi caso la disciplina hogareña no se da, y mucho menos el hábito de la limpieza; necesariamente debo ser arreado. Pero no obstante que siempre digo que sí, no digo cuando.

Y resulta que un inesperado día, la hija, la sobrina o la hermana inician dicha labor tocando las fibras más sensibles de mi amor propio, hasta no dejarme otra salida que la de asumir personalmente semejante trabajito.

—Deja a un lado tus sentimentalismos, ya limpié aquí, pero tira todos esos periódicos viejos que tienes encima del archivero, ni modo de que los leas —me ordenan de plano, como si de antemano se dieran cuenta que mis perversas intenciones son las de no tirar nada.

Aquí llegamos al punto nodal de mi reflexión. ¿El aseo de este tipo de cosas es un mero acto mecánico? o más que eso, debe ser un ejercicio de recuperación de la conciencia de si mismo, que no puede llevarse a cabo sin poner el corazón por delante.

No me sorprendería que si acudiera con mis amigos psicólogos para que descifraran la razón de mi conducta, dirían que en mi caso el aseo se asemeja a limpiar el alma y develar con el plumero mis sentimientos y frustraciones, algo que todos los seres humanos rechazamos porque terminamos por descobijarnos ante nosotros mismos y descubrir quiénes somos en realidad.

No lo sé, pero no importa, porque finalmente trato de ceder, por el bien de la sana convivencia. Comienzo a sacudir aquí y allá, y cuando menos lo pienso, reencuentro un libro, un escrito o un artículo periodístico que como por arte de magia, recuperan vigencia. Y debido precisamente a estos pequeños hallazgos, lo que podría ocuparme tres horas, me lleva la semana entera, mínimo.

Paulatinamente me topo con el verdadero placer de revisar libros, periódicos y revistas, y afectivamente limpiarlos y rehabilitarlos, prometiéndome utilizarlos o releerlos próximamente; así, la labor se extiende día tras día, topándome constantemente con agradables sorpresas, como una vieja nota o una fotografía recuerdo de tiempos idos.

Concluyo y al final no me queda otra que agradecer a mis amas por inducirme a tal aventura. He recuperado viejos amigos de papel, los ánimos se restablecen y los proyectos perdidos readquieren actualidad. Además, he satisfecho el requerimiento familiar y sorprendentemente he descubierto que gané un espacio para nuevos periódicos y libros, hasta que se hagan viejos y acunen polvo y tiempo.

¿Nuestros íconos de la literatura se dan alguna vez este placer? Si alguno de ustedes lo sabe, ilústreme, por favor.

martes, 3 de agosto de 2010

Sueños




No se que prefieran ustedes: una noche de insomnio o una noche de pesadillas. En mi caso las horas en vela son insoportables, pero sin dudarlo puedo afirmar que nada se compara con los terribles sueños que tengo. Supongo que nunca se los he platicado, pero el chiste es que desde hace años, por razones que no puedo explicar, he padecido atormentadas noches, sólo interrumpidas en contadas ocasiones.

Haberme acostumbrado a ello no representa consuelo alguno; por el contrario, lo tormentoso del caso es que esto ya me ocurre también de día. Sí. Ahora, después de horas de vigilia trato de aprovechar cualquier momento para cerrar los ojos y dejarme llevar por esa dulce sensación de abandono. Sin embargo, apenas lo hago y de inmediato acuden a mi mente angustiosos pensamientos, a manera de pequeñas pesadillas.

Los psicólogos probablemente dirán que esto ocurre como una proyección del subconsciente (habrá que consultar a Lalo o a Regina, que de esto saben un rato). El hecho es que de una u otra forma las cosas no han cambiado.

Un ejemplo claro ha sido la noche de ayer, cuando después de varias horas de insomnio, comencé a dormir plácidamente, hasta que de pronto comencé a sufrir intolerables pesadillas. Como cosa de broma, en esta ocasión no sólo fue una, sino tres. Si tienen tiempo lean lo que soñé:

Pesadilla 1. Estoy durmiendo (en el mismo sueño) y de pronto me viene un miedo terrible al diablo, a quien solo atino a insultar: ¡pinche diablo! ¡Como una chingada, qué quieres! ¡Por favor, lárgate!

A continuación mi miedo se redobla y los dedos de mis manos me sorprenden haciendo la señal de la cruz debajo de las sábanas. Mi desesperación crece cuando descubro que ante la imperiosa necesidad de rezar un Padre Nuestro, ¡lo he olvidado! y sólo llego al vénganos a tu reino. El miedo se transforma en terror y la noche se vuelve desesperadamente larga, en espera de que el día muestre sus primeras luces.

Pesadilla 2. No se donde estoy parado, cuando de pronto me agobia un hambre atroz. La sensación se incrementa poco a poco hasta que ya no la aguanto. A continuación me veo de pronto en una cafetería escolar anhelando unos exquisitos chilaquiles.

Me acerco al mostrador y en una charola abandonada descubro varios bolillos y sin pensarlo más, tomo uno. Le hago un pequeño hoyo y comienzo a desmigajonarlo mientras espero que el empleado me atienda.

La espera crece al igual que mi impostergable apetito; más aún, se vuelve angustiosa cuando observo una sartén grande, cochambrosa, que tiene olvidados los restos fríos de lo que para mi mente sólo son unos deliciosos huevos con frijolitos, bañados en salsa.

Insisto ante el indiferente dependiente reclamando su atención, pero la respuesta es inversamente proporcional a mi angustia. Finalmente acaba mi paciencia y en un descuido del empleado, con un movimiento rapidísimo relleno mi bolillo con los restos de la sartén y salgo apresuradamente del local. Todavía de paso veo una máquina despachadora de refresco y sin pensarlo más me quito el zapato derecho y lo lleno de limonada.

Huyo del lugar y sólo me detengo al asegurarme que nadie me sigue y que estoy en un sitio convenientemente seguro. Encuentro una banca de concreto en el camellón de una gran avenida y allí disfruto como nunca mi delicioso banquete. Al terminar, me recuesto en la misma banca, cierro los ojos y duermo como un bebé.

Pesadilla 3. Voy caminando hacia ninguna parte cuando de la nada aparece un muchachillo:

— ¡Señor, señor! ¡Sí es cierto!
— Qué cosa —respondo.
— ¡Tiene hormigas!
— Quién.
— ¡Ella, Elia!

Sin saber de qué se trata, hago una pausa en mi interrogatorio para tratar de entender de qué chingaos me está hablando el chamaco, y de paso tratar de recordar si conozco a alguien con ese nombre.

No. En absoluto. No se de qué habla, ni de quién. Pese a ello, camino al paso del muchacho, que sin agregar palabra alguna ha comenzado a andar apresuradamente. Luego de poco menos de medio kilómetro, lo veo entrar a una vecindad. A un lado de la desvencijada puerta se ve un letrero que dice:

LIMPIAS. SE HACEN TRABAJOS
100% GARANTIZADOS

Atravieso el umbral y al fondo el chiquillo se pierde atrás de una puerta que seguramente hace años fue blanca. Me asomo y camino entre sombras, hasta llegar a un pequeño patio lleno de descuidadas plantas, sembradas en oxidados botes de pintura. En el centro veo a una jovencita sentada en un maltratado sillón mitad de dentista y mitad de peluquero. Está como ida y sus ojos en blanco. Atrás de ella se ve a una señora medio fodonga, con tubos a medio desprender en la cabeza; como atuendo tiene una mugrosa bata de doctor (o tablajero, que para el caso es lo mismo) que oculta a un babero igual de sucio.

La doctora fustiga a la chica con algunas yerbas que con intervalos moja en un verdusco y apestoso líquido. Invoca a vírgenes y santos, y promete la preservación por siempre de la castidad de la niña, a cambio de que el demonio deje de mandar a sus diabólicos ejércitos a atormentar a la paciente.

A prudente distancia observo el rito y confirmo lo ajeno que soy al caso. Sin embargo, mi curiosidad es mayor y me mantengo atento a lo que sucede.

Luego de un rato de emitir ininteligibles palabras y de revolverse como epiléptica, la santera despoja a la sudorosa chica de su blusa, dejándole sólo un pequeño corpiño. Me acerco discretamente y miro sorprendido cómo a través de los oídos surge de la cabeza de la niña una espeluznante e interminable fila de hormigas, ordenadas como un ejército; descienden lentamente, al llegar al cuello se dividen en dos, se meten en la ropa de la chica y recorren su cuerpo hasta salir por la parte baja del pantalón.

A continuación, esta última se agita desesperadamente y empieza a aullar, y sólo después de un rato, comienza a recuperar la calma. La señora, mientras tanto, no deja de escupirle buches de la sustancia verdosa, hasta derrumbarse exhausta en una silla y caer en un fingido trance.

Pasan unos instantes y ambas se recuperan paulatinamente. La doña se levanta lentamente y se dirige a la mamá de la interfecta:

— Son cincuenta pesos de la consulta y otros cincuenta por los medicamentos. Y ahí de propina lo que usted guste.

Voltea a verme y dice:

— ¿Vio lo que pasó? Como le digo, los jóvenes de ahora como no tienen que hacer, solo son felices si traen la cabeza llena de hormigas.

Madre e hija se ponen de pie y abandonan el consultorio con un peso menos (también con unos pesos menos). Yo camino atrás de ellas y a punto de salir, veo al suelo y alcanzo a mirar a miles de hormigas que ordenadamente entran en un pequeño frasco; al hacerlo la última, el recipiente es tapado por la doctora, quien lo mete en una bolsa de su bata, me mira disimuladamente y me guiña coquetamente un ojo a manera de complicidad. Es la despedida.

Todo pasa en los sueños.

viernes, 23 de julio de 2010

La lección del pollito

Anécdota alemana
Sucedió una vez que un pollito estaba sentado en el gallinero, sin una sola preocupación en el mundo. Entonces apareció un hombre de repente, el pollito se asustó y huyó. Cuando volvió, el hombre se había ido, pero había un poco de maíz delante del gallinero. El pollito empezó a pensar, a darle vueltas. Una curiosidad científica llegó a su mente. ¿De dónde había venido este maíz?



Luego al día siguiente, el hombre apareció de nuevo. El pollito huyó otra vez; volvió, el hombre se había ido, pero otra vez había maíz. Ciertamente había alguna relación entre el hombre y el maíz. Pero era demasiado pronto para que un pensador científico llegase a una conclusión. No quiso comprometerse a una teoría tan pronto, con tanta precipitación. Así que esperó, el pollito debía ser realmente un científico. Esperó y esperó y todos los días sucedió lo mismo.

Entonces, poco a poco se materializó en su pequeña mente la teoría de que había una relación de causa y efecto: siempre que aparecía el hombre, aparecía el maíz. Observó novecientas noventa y nueve veces. Ahora era absolutamente seguro -había una relación de causa y efecto. Cuando aparecía el hombre aparecía el maíz. El hombre era la causa, el maíz era el efecto.

Novecientas noventa y nueve veces era suficiente. El pollito concluyó que había una relación necesaria. Había experimentado, mirado, observado lo suficiente, ahora podía decir que esto sucedió sin excepción. Así que debía ser una ley. Se sintió muy feliz y esperó al hombre. Este apareció por milésima vez. El pollo se acercó al hombre para agradecerle su amabilidad y este le retorció el pescuezo.

Sharbat Gula


Con información de National Geographic

En una mañana de 1984, el fotógrafo Steve McCurry la vio por primera vez dentro de la tienda que servía como escuela en un campo de refugiados afganos. No obstante su timidez, ella aceptó que la fotografiara. Ese retrato apareció en la portada de National Geographic en junio de 1985. Muestra a una muchacha de ojos verdes, los cuales, según el autor de la foto, “son los ojos de una tierra asolada por la guerra”. Durante dos décadas nadie supo su nombre; solo era “la muchacha afgana”.

En enero de 2002 McCurry viajó a Pakistán en su busca. Cerca de Peshawar, mostró su retrato y un maestro de escuela dijo que la conocía, pero al encontrar a la mujer señalada se supo que no se trataba de ella.

Un hombre a cuyos oídos había llegado la noticia de la búsqueda, contó que de niño el había vivido en el mismo campo de refugiados y que ella ahora habitaba en las montañas, cerca de Tora Tora. Él podía ir a buscarla y hacerla venir.

Pasaron tres días, luego de los cuales, al verla entrar en la habitación donde la esperaba, dos palabras cruzaron por la mente de McCurry: “es ella”. Cito textualmente lo que dice el reportaje:

Todos los nombres poseen una fuerza; así, pues, hay que detenerse en el de ella. Se llama Sharbat Gula, y pertenece a la tribu de los pashtos, la más belicosa de las tribus afganas, de quien se dice que sólo están en paz cuando están en guerra. Sus ojos siguen teniendo un feroz ardor; su edad es de 28, quizás 29, tal vez 30 años; nadie, ni ella, lo sabe. En un lugar donde no hay registros escritos, el paso de las vidas se pierde como la arena en el desierto.

El tiempo y la calamidad han borrado su juventud. Su piel tiene el aspecto del cuero curtido; la geometría de su mentón se ha suavizado; pero sus ojos siguen brillando, eso no ha cambiado. “Su vida ha sido difícil –dice McCurry
, como la de tanta gente en estos lares”.

Tenía alrededor de seis años cuando las bombas soviéticas mataron a sus padres; en medio de la destrucción, según su hermano, Kashar Khan, “abandonamos Afganistán a causa de la guerra. No tuvimos otra opción”. Con la tutela de su abuela, Kashar y sus cuatro hermanas se dirigieron a pie a Pakistán. “Durante una semana atravesaron las montañas cubiertas de nieve, mendigando mantas y frazadas en el camino para no morir de frio”.

Hoy está casada y su vida transcurre así:

Se levanta antes del amanecer y reza, va al arroyo por agua, cocina, limpia la casa, lava la ropa; cuida de sus hijas, quienes ocupan el centro de su vida: Robina, de 13 años; Zahida, de tres y Alia, de uno. Una cuarta hija murió de corta edad. Al decir de su hermano, Sharbat jamás ha conocido un día de felicidad, excepto el día de su boda.

Su esposo se llama Rahmat Gul, y su sonrisa tiene el brillo de una luciérnaga al alba. Sharbat recuerda haberse casado “a los 13, no, a los 16” en una boda arreglada.

Ante la falta de empleos en Afganistán, su esposo vive en Peshawar, donde trabaja en una panadería. El dólar que gana al día se desvanece como el humo por las dolencias de ella; el asma que padece le impide tolerar el calor y la polución del verano de Peshawar y la obliga a estar con él sólo en invierno; por ello, el resto del año Sharbat vive en las montañas.

Al ir por la calle, Sharbat debe vestir una burka color morado que la aparta del mundo y de la mirada de cualquier hombre que no sea su esposo, pero que para ella no es “una maldición” y sí “un hermoso vestido”.

Sabe escribir su nombre, pero no sabe leer. Abriga la esperanza de que sus hijas reciban una educación; expresa: “Quiero que mis hijas sepan hacer algo. Yo deseaba terminar la escuela, pero no pude. Lamenté mucho cuando tuve que abandonarla”
.

Nunca ha visto la fotografía que le tomaron de niña y no entiende porqué ha conmovido a tanta gente.

Su reunión con el fotógrafo transcurre en calma y al preguntarle ¿Cómo sobrevivió? la respuesta es un mar de certezas implacables: “Fue –responde Sharbat tras sus verdes ojos- la voluntad de Dios”.

Las siguientes son sus fotografías:

Me encanta Dios

Jaime Sabines




Me encanta Dios. Es un viejo magnífico que no se toma en serio. A él le gusta jugar y juega, y a veces se le pasa la mano y nos rompe una pierna o nos aplasta definitivamente. Pero esto sucede porque es un poco cegatón y bastante torpe con las manos.

Nos ha enviado a algunos tipos excepcionales como Buda, o Cristo, o Mahoma, o mi tía Chofi, para que nos digan que nos portemos bien. Pero esto a él no le preocupa mucho: nos conoce. Sabe que el pez grande se traga al chico, que la lagartija grande se traga a la pequeña, que el hombre se traga al hombre. Y por eso inventó la muerte: para que la vida ?no tú ni yo? la vida, sea para siempre.

Ahora los científicos salen con su teoría del Big Bang... Pero ¿qué importa si el universo se expande interminablemente o se contrae? Esto es asunto sólo para agencias de viajes.

A mí me encanta Dios. Ha puesto orden en las galaxias y distribuye bien el tránsito en el camino de las hormigas. Y es tan juguetón y travieso que el otro día descubrí que ha hecho ?frente al ataque de los antibióticos? ¡Bacterias mutantes!

Viejo sabio o niño explorador, cuando deja de jugar con sus soldaditos de plomo y de carne y hueso, hace campos de flores o pinta el cielo de manera increíble.

Mueve una mano y hace el mar, y mueve la otra y hace el bosque. Y cuando pasa por encima de nosotros, quedan las nubes, pedazos de su aliento.

Dicen que a veces se enfurece y hace terremotos, y manda tormentas, caudales de fuego, vientos desatados, aguas alevosas, castigos y desastres. Pero esto es mentira. Es la tierra que cambia ?y se agita y crece? cuando Dios se aleja.

Dios siempre está de buen humor. Por eso es el preferido de mis padres, el escogido de mis hijos, el más cercano de mis hermanos, la mujer más amada, el perrito y la pulga, la piedra más antigua, el pétalo más tierno, el aroma más dulce, la noche insondable, el borboteo de luz, el manantial que soy.

A mí me gusta, a mí me encanta Dios. Que Dios bendiga a Dios.

jueves, 22 de julio de 2010

La fábula del tonto

Dominio popular
Se cuenta que en cierta ciudad, un grupo de personas se divertían con el tonto del pueblo, un pobre infeliz de poca inteligencia, que vivía haciendo pequeños recados y recibiendo limosnas.

Diariamente, algunos hombres llamaban al tonto al bar donde se reunían y le ofrecían escoger entre dos monedas: una de tamaño grande de 50 centavos y otra de menor tamaño, pero de un peso. Él siempre tomaba la más grande y menos valiosa, lo que era motivo de risas para todos.

Un día, alguien que observaba al grupo divertirse con el inocente hombre, lo llamó aparte y le preguntó si todavía no había percibido que la moneda de mayor tamaño valía menos y éste le respondió:

—Lo sé señor, no soy tan tonto..., vale la mitad, pero el día que escoja la otra, el jueguito se acaba y no voy a ganar más mi moneda.

MORALEJA: El verdadero hombre inteligente es el que aparenta ser tonto delante de un tonto que aparenta ser inteligente...