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viernes, 17 de septiembre de 2010

El estigma de ser joven


Históricamente la juventud, y no solo en México sino incluso en países desarrollados, ha sido menospreciada y acusada de todo menos de ser productiva.

Ser joven ha sido sinónimo de rebelde, agitador y agresor de las buenas costumbres y de la moral. Hoy, ser joven no está lejos de ser sinónimo de perversión, alcohol, sexo y drogas; ellos son los principales consumidores de los peores vicios de la humanidad.

En México, no ha sido diferente, a pesar de que las cosas han cambiado paulatinamente; ser joven aún implica de alguna manera todo lo malo que puede concentrar la sociedad. La juventud necesita ser adulta para tener cabal aceptación social.

—Los jóvenes no saben lo que hacen; necesitan mano rígida para no salirse del huacal y ser hombres de bien. Nada hacen como se debe.

¿Que la música infernal del rock? Los jóvenes.

¿Qué la droga? Los jóvenes.

Basta ver una película mexicana de la primera mitad del siglo pasado para conocer el prototipo de lo que debían ser. Los jóvenes insertos en la burguesía de esa época no se veían muy diferentes a los adultos; se vestían como ellos y hablaban como ellos, porque era indispensable convertirse en adulto lo más pronto posible, y ganar derechos que no tenían.

Pero había otros cuyos pecados de juventud eran más atrevidos: bailaban chachachá, mambo o, posteriormente, rocanrol. La rebeldía crecía poco a poco y estaba yendo más allá de lo que la sociedad podía tolerar. Son unos “rebeldes sin causa”; no tienen oficio ni beneficio y ninguna razón de ello. La sociedad les brinda todo y son ellos quienes lo rechazan.

—Ya se les pasará —decían condescendientes unos.

—La juventud es un mal que se cura con los años —decían otros.

Pero nada se les perdona.

Y así llegan los años sesenta y la juventud cansada del autoritarismo y de la injusticia se rebela en la fábrica, en la ciudad, en el campo y en la escuela. Se protesta contra el racismo y la desigualdad; también se protesta contra la guerra de Vietnam y la represión estudiantil en todo el mundo, lo mismo en México que en París o en Praga.

¿Recuerdan Canoa? Septiembre de 1968. El fanatismo religioso llevado a su más amplia expresión orilla a la muchedumbre de un pueblo a linchar a unos excursionistas, sólo por ser jóvenes y trabajadores universitarios. ¿Eres estudiante? Entonces eres comunista y vienes a violar a nuestras mujeres y a matar a nuestros niños; mejor te matamos nosotros.

Son los años setenta y surgen otro tipo de expresiones de la inconformidad juvenil: el movimiento hippie, la liberación femenina y las luchas por un mundo mejor, sin guerras ni violencia. El trasfondo sigue siendo el mismo.

—¡Comunistas! —les gritan a algunos

—¡Vagos, malvivientes! —les dicen a otros.

Pero los jóvenes se multiplican y en aras del rating Raúl Velasco tiene que darles cabida en Siempre en domingo. México se convierte en un país de jóvenes y es necesario que sigan por el camino del bien. No necesitamos estereotipos extranjeros ajenos a nuestra cultura. Sigamos mejor los buenos ejemplos que ofrece la pantalla chica.

Pasan los años y con más urgencia ellos quieren y necesitan trabajo y educación, cosa que los adultos no les ofrecemos. Ahora ya ni siquiera podemos decirles ¡váyanse a trabajar; güevones, buenos para nada! ¿Cuál es nuestra autoridad moral? ¿Adónde queremos que vayan? ¿Acaso les hemos heredado algo mejor de lo que nos podamos sentir orgullosos? Por supuesto que no. Hoy sólo tienen a la mano desempleo, inseguridad y corrupción.


Ahora, luego de cansarnos de etiquetarlos de diversas maneras, brota una clasificación más: son los ni ni: ni estudian, ni trabajan.

Cuando el rector de la UNAM alertaba sobre el hecho de que más de siete millones de jóvenes en México no estudiaban ni trabajaban, ni tardas ni perezosas las secretarías de Gobernación y de Educación Pública salieron al paso para negar esto y afirmar que en el país sólo 285 mil jóvenes están en esa condición; después, ante lo evidente, terminaron por reconocer la verdad.

Los muchachos de hoy ya no pueden cursar una carrera o encontrar un trabajo mínimamente redituable que les permita satisfacer sus necesidades básicas por lo que la oferta engañosa de empleos, claramente detectable en los diarios, solo sirve para incrementar su desencanto. Y no se diga de la educación: surgen escuelas “patito” que atraen al adolescente sin opciones, con la promesa de carreras fáciles y de prometedora aceptación en el mercado laboral. Mentira tras mentira.

Pero la falta de oportunidades no es lo único grave. Va acompañada ineludiblemente de la paulatina pérdida de valores, la cual los ciega y orienta hacia la acción del menor esfuerzo, por lo que se convierten irreflexivamente en carne de cañón de la delincuencia, quien los seduce y convence con la promesa del dinero fácil e inmediato. Hombres y mujeres, nadie se salva; narcotráfico, robo, secuestro y prostitución. Todo un coctel del que difícilmente se pueden librar. Así celebramos el bicentenario de nuestra independencia y el centenario de la revolución. ¡Viva México!

La pluma y el plumero




Los medios de comunicación han hecho su costumbre meterse hasta la cocina en lo que concierne a la vida privada de las figuras públicas. De esta manera, numerosas veces he visto cómo los hombres de letras afamados son entrevistados en sus estudios llenos de libros y con una preciosa vista a un no menos precioso jardín.

—Mi rutina consiste —dicen algunos— en levantarme a las seis de la mañana, hacer una breve caminata, tomar un desayuno ligero y dedicarme a escribir hasta las dos de la tarde cuando me llaman a comer.

Variantes más, variantes menos, esto es lo que siempre ocurre al respecto. Nunca, por el contrario, los escucho decir que los sábados o determinados días los ocupan en hacer limpieza. Pienso que esto no ocurre porque no es necesario, toda vez que no falta empleada doméstica que pueda hacerlo, para que el maestro se dedique completamente a su fecunda tarea. Así, su estudio siempre está impecable; quizás pudiera tener algunas dudas respecto a la pulcritud del de Carlos Monsiváis (¡salve, maestro, descansa en paz!), quien siempre estuvo rodeado de gatos poco preocupados por la higiene.

Otro es el caso de los mortales más aterrizados en el esfuerzo de la sobrevivencia, cuyo espíritu creador requiere necesariamente el respaldo de un empleo; en lugar de levantarse a la seis para hacer una breve caminata y tomar un ligero desayuno, suficiente para comenzar a escribir, se tienen que levantar de igual forma a las seis de la mañana, pero para partir a la oficina, y salir después de las nueve de la noche, para llegar a su casa con la esperanza de dar rienda suelta a su vena creadora. Pero no, al llegar al santo hogar la comprensiva mujer tiene otra propuesta mejor: “ven a ver la telenovela, mi amor, para que descanses un poquito”.

Así llega el fin de semana y cuando todo está planeado para tomar la pluma y el papel, en compañía de una rica taza de café, alguien dice: “¿y cuándo vas a limpiar ese cochinero de papel que tienes?”. Su propuesta es sencilla, cambiar la pluma por el plumero.

Bueno, en mi caso la disciplina hogareña no se da, y mucho menos el hábito de la limpieza; necesariamente debo ser arreado. Pero no obstante que siempre digo que sí, no digo cuando.

Y resulta que un inesperado día, la hija, la sobrina o la hermana inician dicha labor tocando las fibras más sensibles de mi amor propio, hasta no dejarme otra salida que la de asumir personalmente semejante trabajito.

—Deja a un lado tus sentimentalismos, ya limpié aquí, pero tira todos esos periódicos viejos que tienes encima del archivero, ni modo de que los leas —me ordenan de plano, como si de antemano se dieran cuenta que mis perversas intenciones son las de no tirar nada.

Aquí llegamos al punto nodal de mi reflexión. ¿El aseo de este tipo de cosas es un mero acto mecánico? o más que eso, debe ser un ejercicio de recuperación de la conciencia de si mismo, que no puede llevarse a cabo sin poner el corazón por delante.

No me sorprendería que si acudiera con mis amigos psicólogos para que descifraran la razón de mi conducta, dirían que en mi caso el aseo se asemeja a limpiar el alma y develar con el plumero mis sentimientos y frustraciones, algo que todos los seres humanos rechazamos porque terminamos por descobijarnos ante nosotros mismos y descubrir quiénes somos en realidad.

No lo sé, pero no importa, porque finalmente trato de ceder, por el bien de la sana convivencia. Comienzo a sacudir aquí y allá, y cuando menos lo pienso, reencuentro un libro, un escrito o un artículo periodístico que como por arte de magia, recuperan vigencia. Y debido precisamente a estos pequeños hallazgos, lo que podría ocuparme tres horas, me lleva la semana entera, mínimo.

Paulatinamente me topo con el verdadero placer de revisar libros, periódicos y revistas, y afectivamente limpiarlos y rehabilitarlos, prometiéndome utilizarlos o releerlos próximamente; así, la labor se extiende día tras día, topándome constantemente con agradables sorpresas, como una vieja nota o una fotografía recuerdo de tiempos idos.

Concluyo y al final no me queda otra que agradecer a mis amas por inducirme a tal aventura. He recuperado viejos amigos de papel, los ánimos se restablecen y los proyectos perdidos readquieren actualidad. Además, he satisfecho el requerimiento familiar y sorprendentemente he descubierto que gané un espacio para nuevos periódicos y libros, hasta que se hagan viejos y acunen polvo y tiempo.

¿Nuestros íconos de la literatura se dan alguna vez este placer? Si alguno de ustedes lo sabe, ilústreme, por favor.