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martes, 3 de agosto de 2010

Sueños




No se que prefieran ustedes: una noche de insomnio o una noche de pesadillas. En mi caso las horas en vela son insoportables, pero sin dudarlo puedo afirmar que nada se compara con los terribles sueños que tengo. Supongo que nunca se los he platicado, pero el chiste es que desde hace años, por razones que no puedo explicar, he padecido atormentadas noches, sólo interrumpidas en contadas ocasiones.

Haberme acostumbrado a ello no representa consuelo alguno; por el contrario, lo tormentoso del caso es que esto ya me ocurre también de día. Sí. Ahora, después de horas de vigilia trato de aprovechar cualquier momento para cerrar los ojos y dejarme llevar por esa dulce sensación de abandono. Sin embargo, apenas lo hago y de inmediato acuden a mi mente angustiosos pensamientos, a manera de pequeñas pesadillas.

Los psicólogos probablemente dirán que esto ocurre como una proyección del subconsciente (habrá que consultar a Lalo o a Regina, que de esto saben un rato). El hecho es que de una u otra forma las cosas no han cambiado.

Un ejemplo claro ha sido la noche de ayer, cuando después de varias horas de insomnio, comencé a dormir plácidamente, hasta que de pronto comencé a sufrir intolerables pesadillas. Como cosa de broma, en esta ocasión no sólo fue una, sino tres. Si tienen tiempo lean lo que soñé:

Pesadilla 1. Estoy durmiendo (en el mismo sueño) y de pronto me viene un miedo terrible al diablo, a quien solo atino a insultar: ¡pinche diablo! ¡Como una chingada, qué quieres! ¡Por favor, lárgate!

A continuación mi miedo se redobla y los dedos de mis manos me sorprenden haciendo la señal de la cruz debajo de las sábanas. Mi desesperación crece cuando descubro que ante la imperiosa necesidad de rezar un Padre Nuestro, ¡lo he olvidado! y sólo llego al vénganos a tu reino. El miedo se transforma en terror y la noche se vuelve desesperadamente larga, en espera de que el día muestre sus primeras luces.

Pesadilla 2. No se donde estoy parado, cuando de pronto me agobia un hambre atroz. La sensación se incrementa poco a poco hasta que ya no la aguanto. A continuación me veo de pronto en una cafetería escolar anhelando unos exquisitos chilaquiles.

Me acerco al mostrador y en una charola abandonada descubro varios bolillos y sin pensarlo más, tomo uno. Le hago un pequeño hoyo y comienzo a desmigajonarlo mientras espero que el empleado me atienda.

La espera crece al igual que mi impostergable apetito; más aún, se vuelve angustiosa cuando observo una sartén grande, cochambrosa, que tiene olvidados los restos fríos de lo que para mi mente sólo son unos deliciosos huevos con frijolitos, bañados en salsa.

Insisto ante el indiferente dependiente reclamando su atención, pero la respuesta es inversamente proporcional a mi angustia. Finalmente acaba mi paciencia y en un descuido del empleado, con un movimiento rapidísimo relleno mi bolillo con los restos de la sartén y salgo apresuradamente del local. Todavía de paso veo una máquina despachadora de refresco y sin pensarlo más me quito el zapato derecho y lo lleno de limonada.

Huyo del lugar y sólo me detengo al asegurarme que nadie me sigue y que estoy en un sitio convenientemente seguro. Encuentro una banca de concreto en el camellón de una gran avenida y allí disfruto como nunca mi delicioso banquete. Al terminar, me recuesto en la misma banca, cierro los ojos y duermo como un bebé.

Pesadilla 3. Voy caminando hacia ninguna parte cuando de la nada aparece un muchachillo:

— ¡Señor, señor! ¡Sí es cierto!
— Qué cosa —respondo.
— ¡Tiene hormigas!
— Quién.
— ¡Ella, Elia!

Sin saber de qué se trata, hago una pausa en mi interrogatorio para tratar de entender de qué chingaos me está hablando el chamaco, y de paso tratar de recordar si conozco a alguien con ese nombre.

No. En absoluto. No se de qué habla, ni de quién. Pese a ello, camino al paso del muchacho, que sin agregar palabra alguna ha comenzado a andar apresuradamente. Luego de poco menos de medio kilómetro, lo veo entrar a una vecindad. A un lado de la desvencijada puerta se ve un letrero que dice:

LIMPIAS. SE HACEN TRABAJOS
100% GARANTIZADOS

Atravieso el umbral y al fondo el chiquillo se pierde atrás de una puerta que seguramente hace años fue blanca. Me asomo y camino entre sombras, hasta llegar a un pequeño patio lleno de descuidadas plantas, sembradas en oxidados botes de pintura. En el centro veo a una jovencita sentada en un maltratado sillón mitad de dentista y mitad de peluquero. Está como ida y sus ojos en blanco. Atrás de ella se ve a una señora medio fodonga, con tubos a medio desprender en la cabeza; como atuendo tiene una mugrosa bata de doctor (o tablajero, que para el caso es lo mismo) que oculta a un babero igual de sucio.

La doctora fustiga a la chica con algunas yerbas que con intervalos moja en un verdusco y apestoso líquido. Invoca a vírgenes y santos, y promete la preservación por siempre de la castidad de la niña, a cambio de que el demonio deje de mandar a sus diabólicos ejércitos a atormentar a la paciente.

A prudente distancia observo el rito y confirmo lo ajeno que soy al caso. Sin embargo, mi curiosidad es mayor y me mantengo atento a lo que sucede.

Luego de un rato de emitir ininteligibles palabras y de revolverse como epiléptica, la santera despoja a la sudorosa chica de su blusa, dejándole sólo un pequeño corpiño. Me acerco discretamente y miro sorprendido cómo a través de los oídos surge de la cabeza de la niña una espeluznante e interminable fila de hormigas, ordenadas como un ejército; descienden lentamente, al llegar al cuello se dividen en dos, se meten en la ropa de la chica y recorren su cuerpo hasta salir por la parte baja del pantalón.

A continuación, esta última se agita desesperadamente y empieza a aullar, y sólo después de un rato, comienza a recuperar la calma. La señora, mientras tanto, no deja de escupirle buches de la sustancia verdosa, hasta derrumbarse exhausta en una silla y caer en un fingido trance.

Pasan unos instantes y ambas se recuperan paulatinamente. La doña se levanta lentamente y se dirige a la mamá de la interfecta:

— Son cincuenta pesos de la consulta y otros cincuenta por los medicamentos. Y ahí de propina lo que usted guste.

Voltea a verme y dice:

— ¿Vio lo que pasó? Como le digo, los jóvenes de ahora como no tienen que hacer, solo son felices si traen la cabeza llena de hormigas.

Madre e hija se ponen de pie y abandonan el consultorio con un peso menos (también con unos pesos menos). Yo camino atrás de ellas y a punto de salir, veo al suelo y alcanzo a mirar a miles de hormigas que ordenadamente entran en un pequeño frasco; al hacerlo la última, el recipiente es tapado por la doctora, quien lo mete en una bolsa de su bata, me mira disimuladamente y me guiña coquetamente un ojo a manera de complicidad. Es la despedida.

Todo pasa en los sueños.